La permanente desatención del gravísimo problema de la violencia contra las mujeres requiere urgentísima solución. Para ello, la primera tarea es comprender la gravedad del problema, ya que no se trata de casos aislados. No se va a resolver con manidas y continuas declaraciones de buena voluntad. Si bien el gobierno central está obligado a capitanear la lucha frontal, radical e intransigente contra este mal endémico, esto no exime a las otras tiendas políticas, instituciones y sociedad civil.
El libre desarrollo de la personalidad es un derecho fundamental reconocido en nuestro ordenamiento constitucional. La ola creciente de violencia contra las mujeres demuestra que está huérfano de garantías por parte de nuestras instituciones. No se trata de buscar una salida práctica, sino de comprender los detonadores de la violencia y su relación directa con una sociedad que aún valida los patrones machistas, así como la importancia del enfoque de género. En tanto, muchas mujeres siguen expuestas a que su integridad sea vulnerada: en lo físico y lo psicológico, al extremo que su vida misma corre peligro, y también en lo moral.
Una persona expuesta y sometida permanentemente a la violencia ya no es en rigor una persona, sino menos que eso. Está privada de lo más genuino que a los seres humanos nos hace precisamente personas, es decir: la dignidad, la integridad que nos da autonomía para autodeterminarnos con libertad en nuestros anhelos y legítimas aspiraciones.
Sin ánimo de ser suspicaz, conviene preguntarse a quién resulta funcional que las mujeres sean agredidas de tal modo y con tal ahínco. Si logramos identificar a los actuales promotores de la misoginia que padecemos hoy, acaso podamos también atacar la causa concreta más allá de las cuestiones estructurales en las que se pierden los analistas sociológicos al amparo de las estadísticas.
En el contexto actual, el machismo incinerador y negador de la vida es funcional a las tendencias reaccionarias y ralentizadoras de nuestra vida social y política, arcaizantes en todos sus términos, que emplean la violencia contra la mujer como un instrumento de control social, tácitamente institucionalizado.
La política está al servicio de la justicia que ampara la dignidad de la persona humana. La pseudopolítica, en cambio, ignora este principio: sitúa a la persona humana entre los enseres intercambiables y subordinados a su valor de uso. A la pseudopolítica utilitarista le son funcionales la violencia, la discriminación, la corrupción y el terror, porque generan la sensación de pánico y zozobra entre la precaria ciudadanía desavisada.
La solución al problema es eminentemente política: compromete a la cuestión de qué Perú queremos construir. No es una cuestión insular y atomizada. Si aspiramos a una sociedad igualitaria, la violencia de género —esa otra forma de la corrupción— debe ser erradicada.
Artículo publicado en el diario El Peruano el 10/07/2018
Sobre el autor:
Soledad Escalante
Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya