Cuando nos enfrentamos a una experiencia límite, como la que estamos viviendo en medio de la pandemia ocasionada por el COVID-19, gran parte de las palabras que solemos utilizar para entender -con cierta eficacia- lo que vivimos, suelen perder su poder organizador. La magnitud de un evento nos puede llevar al silencio y a la incapacidad referencial. Y, en términos académicos, a la pérdida de referentes teóricos y, por lo tanto, conceptuales.
No hay palabras que lleguen a describir una situación de enclaustramiento global. Porque nuestra información histórica nos dice que nunca hemos vivido una situación similar en un ningún otro periodo de la historia: cientos o miles de millones de personas que se ven impedidas de movilizarse por temor a un contagio masivo. Por esa razón mayúscula, tampoco es posible entrever las consecuencias de una cuarentena a escala planetaria. El impacto de la inmovilidad planetaria aun no es posible de asumir en su plenitud metafórica ni conceptual.
¿Qué ocurre entonces o qué no queda por hacer? Echamos mano a los términos que en su momento nos sirvieron para organizar algunos eventos del pasado lejano o reciente, de tal modo que permitan comprender qué está ocurriendo y qué se debería hacer. Así, regresan algunas locuciones como “Gran Depresión”, “New Deal”, “Plan Marshall”, entre otras, para enfatizar eventos y consecuencias de determinados procesos. Por ejemplo, “Gran Depresión”, nos lleva a pensar en un escenario de recesión económica prolongada, de destrucción masiva del empleo y caída constante de la producción, con la consecuente crisis social y política. Así, el solo hecho de pensar en una “Gran Depresión” a escala planetaria resulta espeluznante.
En situaciones como esta algunos conceptos pueden ser advertidos desde otra perspectiva. El término “informal”, empezó a ser utilizado a mediados de la década de 1980 para describir la actividad económica que se realiza al margen de los canales formales. En los años noventa, tal vocablo, se extendió en su uso para designar situaciones sociales, culturales y políticas. Pero en todos los casos se trataba de enfatizar el carácter marginal y no oficial de determinadas prácticas y hábitos. Pero en la medida que se fue “consolidando la informalidad” (resulta paradójico expresarlo), se observó el surgimiento exponencial de cierta informalidad “emprendedora”. Es decir, la capacidad de adjudicarse el propio empleo ya sea de forma individual o grupal. Frases como “Perú, país de emprendedores” trataba de describir una situación de hecho: dado que no hay canales formales para creación masiva de empleo, la persona opta por dárselo ella misma.
Es evidente que este hecho generó una importante movilidad social, sobre todo porque el sistema económico (capitalismo de libre mercado) lo permite. Como el sistema favorece la iniciativa individual y pondera el éxito individual, es cierto que se movilizan poderosas fuerzas vitales en cada persona. Ello repercute en la formación cultural y en la expansión de una moral de corte individualista. La persistencia de este modelo sustentado en el “individualismo emprendedor”, puede explicarse dadas las características de la economía y sociedad peruana.
Pero he aquí el punto de inflexión que la coyuntura nos evidencia estos días. La sociedad peruana, en su estructura cultural, había normalizado que una parte muy significativa de peruanos se encuentren inmersos en el mundo de la “economía informal”, ya sea al modo de “emprendedores” o de “trabajadores informales”. Hasta antes de la crisis ocasionada por el COVID-19, el 70 % de la PEA vive y subsiste en la “economía sumergida”, creando y recreando sus propios canales de producción y de consumo. Pero debido a la cuarentena obligatoria se descubre la enorme fragilidad de aquel enorme sector productivo y laboral. Y se revela, a fuerza de los hechos, que tal situación refleja en realidad una enorme precariedad. La necesidad impone sus restricciones. Y la fragilidad social de los que viven en la economía informal nos lleva a darnos cuenta que debemos ampliar el sentido del término “informal”. No solo se trata de una economía que se desarrolla al margen de los canales formales, sino que es una práctica económica que muestra las falencias sociales de nuestro modelo. Así, este modelo, primario-exportador, de consumo al detalle y de trabajo precarizado, no es sostenible porque no permite una mayor productividad económica. También, es insostenible en situaciones extremas como la que estamos viviendo. Si aprendemos de la situación que nos impone la cuarentena COVID-19, podemos reformular el concepto “informalidad” y añadirle otros sentidos críticos.
Otro caso de reformulación conceptual proviene de la locución económica “gasto fiscal”. En la visión ortodoxa de la ciencia económica más extendida, una de las metas más apreciadas de las políticas económicas gubernamentales, es lograr un equilibrio fiscal entre los ingresos y gastos. Porque la premisa aprendida es la siguiente: no se debe gastar más de lo que ingresa. En determinadas circunstancias se permite cierto déficit. Pero esto es visto como algo no deseable. Pero dada la situación de emergencia integral, el supuesto “equilibrio fiscal” cede a la necesidad de ampliar como nunca el déficit del mismo. De hecho, varios países han puesto como prioridad mantener la estructura social con todos los medios financieros posibles, porque, de no hacerlo, se puede desencadenar una crisis de repercusiones inimaginadas. Por lo tanto, la premisa “no gastar más de lo que ingresa” es fuertemente cuestionada por los hechos. Ello nos lleva a una reformulación conceptual de los “recursos públicos” y sus fines.
En esta situación, la realidad nos conduce a tomar en cuenta una dimensión diferente del estado. En las teorías económicas, sociales y políticas dominantes (llamémosle “neoliberal” a falta de otro término), el estado suele ser entendido como ente distinto a la sociedad. Una institución separada del cuerpo orgánico que se encarga de determinadas funciones. Correspondiéndoles a los individuos, otras funciones. El destino del estado en esta perspectiva es la de ser un cuerpo administrativo que monopoliza el uso de la ley, gestiona políticas muy precisas y recauda impuestos. Como “garante” del bien común, se presenta como un árbitro que resuelve las diferencias entre los individuos. Esta visión “externalizada” del estado tiende a priorizar su dimensión económica, dejándose de lado las finalidades sociales, políticas y culturales del mismo. La famosa frase de Ronald Reagan, “hay un enemigo que tiene todo individuo llamada estado”, refleja de manera popular aquella forma de concebir al estado.
Es evidente que se puede manejar tal idea del estado. Pero la situación de emergencia social ocasionada por el COVID-19 nos obliga a replantearnos la razón de ser del mismo. De pronto, sería interesante recuperar -según las situaciones- la dimensión orgánica de la relación estado y sociedad, entendiendo los fines sociales de las políticas de estado. En esa visión, el estado no es un ente externo a la sociedad, sino que sirve, desde sus atribuciones, a los ciudadanos, sobre
todo, por su dimensión ético social, a los más vulnerables. Esa situación nos permite reconstruir ciertas dimensiones del estado que fueron olvidadas por el paradigma anterior. En esta situación descubrimos que no se había construido una red de prestaciones de salud de calidad para los ciudadanos, una educación pública de calidad para los ciudadanos, un sistema laboral justo de derechos sociales de los ciudadanos, un sistema de transporte que democratice la movilidad de los ciudadanos, entre otros. Si el estado es solo un garante legal del bien común, no es posible alcanzar el bien común. Los individuos, cuando no alcanzan el estatus de ciudadanía, difícilmente pueden afirmar sus derechos y responsabilidades. Y dadas las asimetrías históricas de nuestro país, dejar a los individuos sin base sociopolítica era condenarlos al darwinismo social más extremo. Por ello, una de las carencias más elocuentes de la visión economicista del estado, es negar, de plano, la formación histórica de las comunidades sociales.
Cuando el estado y la sociedad van a la par (no estamos diciendo que sean lo mismo), podemos observar que esa sociedad es una comunidad en el tiempo, que posee determinadas características. Y, por ello, tiene particulares demandas que provienen de su devenir. Haber arribado -por los procesos sociales de los años ochenta1- a una idea de estado desencarnada de la sociedad, nos hizo creer que los individuos podrían por si mismos movilizarse socialmente y desarrollar el país al margen de la productividad económica de alto rendimiento. De este modo, la realidad nos obliga a ampliar el significado de estado con relación a la sociedad y, obviamente, vinculado con la cultura.
Obviamente hay muchos eventos que se están desarrollando alrededor de los vínculos comerciales con otros países. Por ejemplo, puede pasar que la globalización económica tenga a partir de ahora otras características. Ello nos obligará a repensar nuestro lugar en la escena contemporánea. Sobre este punto, hay algo que siempre nos llamó la atención cuando se organizaban las citas de APEC, refiriéndose a esta reunión como una asociación de “economías” del Pacífico. Es curioso que no se hablara de países, es decir, de estados-naciones. Hay razones profundas en ese uso conceptual que no debemos pasar desapercibida.
Artículo publicado en Ideele
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM