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9 septiembre, 2020

[Artículo]Sofía Chacaltana: Los miedos, los cuerpos y el Estado, posibilidades de nuestra ciudadanía

   Un domingo por la tarde, luego de varios meses de no habernos visto físicamente, mi sobrino de diez años me pregunta: ¿cuándo llegará el fin del mundo? Sé que es una pregunta que debo contestar con cuidado, siento miedo que como niño sensible olfateé que su tía “cool” se reconoce en esa angustia que contiene la pregunta, y que además la mantiene despierta algunas noches. Pienso más, respiro, y decido contestarle sin poner ninguna emoción y evocando algún tipo de erudición histórica sobre los movimientos milenaristas y la respuesta de las sociedades ante las epidemias y otras enfermedades en la historia. Le contesto como si hubiera estado en un fórum académico. Mi sobrino queda algo satisfecho, me mira recelosamente, y cambia de conversación. Pero yo, me siento incómoda, y me preguntó. ¿Por qué decidí no hablarle de mis emociones, y no le di peso a las de él? ¿a qué le tengo miedo? ¿Por qué he sido entrenada a no abrir el cajón de las emociones y de los miedos? ¿qué hay en ese cajón que puede resultar incómodo y disruptivo? y ¿disruptivo para quién o quiénes? 

A lo largo de los años como estudiante y luego como académica, aprendí que las emociones son vistas como peligrosas para el discurso científico, y muy vergonzosas si se nos escapan; y por ello son sometidas y negadas. Y si estas se escurren por las ranuras de la investidura que supuestamente queremos enarbolar para que nos consideren como coherentes y válidas, especialmente las mujeres académicas, siempre van acompañadas de muchas disculpas. Por varias razones, este ejercicio siempre ha sido muy difícil para mí: por vincularme emocionalmente con los temas de mi investigación e interés, por sentir el nerviosismo grabado en mi cuerpo por las múltiples veces que ese cuerpo y voz han sido criticados, racializados y disminuidos. Una realidad que es compleja entenderla, explicarla y luego aceptarla. Un largo camino de empoderamiento en el que he venido trabajando; donde el feminismo, la descolonialidad y la genealogía académica que he decidido seguir, han sido grandes herramientas.

Según Sara Ahmed, filósofa feminista de nacionalidad británico-australiana y de ascendencia paquistaní, en su libro “La Política Cultural de las Emociones” (2015), las emociones han sido consideradas como inferiores a las facultades del pensamiento y de la razón. Para ella, la subordinación de las emociones funciona también para subordinar lo femenino y sus cuerpos, especialmente de las emociones que son vistas como menos elevadas, menos evolucionadas, no apropiadas, no cultivadas y desbordadas. Ahmed también dice que, por el contrario, están las emociones entendidas como más higienizadas o relacionadas a los cuerpos blancos[1], y como derivación, cultos. Bajo esta posición, las emociones apropiadas, correctas y más evolucionadas son aquellas que potencian la “inteligencia emocional” y colaboran al éxito.

El miedo es una emoción particular, ya que no sólo está asociado a la especie humana, sino también a las otras especies animales. El miedo humano, y sus respuestas, son situados. Es decir, dependen de la ubicación social y política del cuerpo de quién lo siente. De esta manera, cuando los miedos se transforman en amenaza, se activan varios mecanismos físicos y emocionales que nos ayudan a manejar el sentimiento de vulnerabilidad. El uso de estos mecanismos, dependen mucho si estamos alejados o cercanos al poder. Los grupos de poder acostumbrados a no sentir miedo y despreciar la vulnerabilidad, hacen usos de sus derechos ciudadanos, y cuando los reclaman son escuchados y, tomados en cuenta inmediatamente. Las élites vuelven a poner el mundo en orden, su orden de un mundo sin miedo. Mientras tanto, a las poblaciones vulnerabilizadas, quienes han aprendido a manejar y vivir en el miedo, cuando reclaman, les ocurren otras cosas: no se los escucha, se los violenta, se los silencia, o se les asesina.

En la madrugada del 9 de agosto de este año, en la localidad de Bretaña en Loreto, tres hombres del grupo étnico kukama murieron a consecuencia de enfrentamientos con la policía. Setenta indígenas kukama se habrían congregado en las afueras donde opera la empresa PetroTal en el Lote 95, para reclamar la paralización de las obras, solicitar el envío de medicamentos para sortear la pandemia COVID-19 que está acabando con la vida de sus parientes y comunidad, y pedir una mejor compensación por el uso del territorio por parte de la empresa. Estos pedidos no son recientes, son históricos. El desamparo en el que tiene el estado central a los grupos indígenas, la contaminación de las tierras, del agua y de los animales por la extracción y derrames de petróleo, ha deteriorado la salud de los kukama por varias décadas.

¿Los reclamos realizados por los kukama fueron válidos y coherentes? Claro que lo fueron. El problema no es que los indígenas no entiendan la modernidad ni el estado, sino, que es un problema racial. Una de las explicaciones que dan algunos analistas y periodistas de la capital desprestigiando las decisiones de los grupos indígenas, es la del egoísmo territorial y la falta de compromiso nacional. También se les recrimina por su falta de coherencia, de tener intenciones políticas y económicas escondidas y, por ende, no ser tan “inocentes”. Todas estas excusas provienen de imaginarios raciales que ven a los indígenas dentro de estereotipos de atrasados, perdidos en el tiempo, primitivos y salvajes, y como individuos que no tienen habilidades políticas y, por ende, capacidad de negociación.

Ante las muertes de sus hermanos, los kukama han respondido que sus protestas se recrudecerán. De esta toma de posicionamiento de los kukama, me saltan varias preguntas. ¿No tienen miedo los kukama? ¿Lo habrán perdido el miedo?

Desde el orden estatal y el poder se recrimina a la (sin)razón de los “otros primitivos”, a las poblaciones empobrecidas migrantes, a los cuerpos no normativizados ni ordenados. Desde un lugar de ausencia de privilegios y desde los grupos vulnerables, se vive en constante miedo, por ser excluido y precarizado, por la muerte y sufrimiento sin empatía, por el miedo a la destrucción del medioambiente y a la extinción de las otras especies animales (donde están los grupos humanos marginalizados). Miedo a ser violentado por la expresión de género de los cuerpos que no se ordenan a taxonomías establecidas, a los que se tacha de histéricas, rabiosas, peligrosos, sucios, depravados, y de no pertenecientes a ese contrato estatal de la ciudadanía.

Bajo este contexto, hay dos grupos que viven sin miedo y cuyas posiciones en la escala social son radicales y antagónicas. Los que no tienen nada que perder, y sienten que ya lo perdieron todo; y los que nunca han tenido miedo, cuyos cuerpos no han pasado por la vulnerabilidad ni el estigma, los que han vivido, están y seguirán viviendo en la tranquilidad de la comodidad y del privilegio. 

Ante esto habría que preguntarse, ¿Cómo nos pensamos desde la vulnerabilidad de nuestras posiciones? ¿Qué tipo de ciudadanía se construye desde esos sentimientos? ¿qué ciudadanía celebraremos este bicentenario? Y finalmente, desde el miedo ¿Qué preguntas les harán a sus tías los niños y niñas kukama de diez años?

Bibliografía citada

  • Ahmed, Sara. (2015 [2004]). La política cultural de las emociones. Primera edición en español. Mexico D.F.:Universidad Nacional Autónoma de México.
  • De Sousa Santos, Boaventura. 2010. Epistemologías del sur. México: Siglo XXI.
  • Foucault, M. (1980). Historia de la sexualidad. 3 vols. 1, Madrid; Siglo XXI.
  • Grosfoguel, Ramon. (2012). El concepto de “racismo” en Michel Foucault y Frantz Fanon: ¿teorizar desde la zona del ser o desde la zona del no-ser?. Tabula Rasa. (16): 79-102.

 

Artículo publicado en la edición n.° 293 de la Revista Ideele

 


[1] En la teoría de la descolonialidad se ha explicado la manera en que los sujetos y cuerpos blancos históricamente se han posicionado como el ser humano ideal y universal, el ciudadano ejemplar, y finalmente, el que personifica las características humanas “evolucionadas” (De Sousa Santos 2010; Grosfoguel 2012).

Sobre el autor:

Sofía Chacaltana Cortez

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