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1 agosto, 2022

[Artículo] Arturo Sulca: Parada militar: algunas reflexiones más allá del patriotismo

La parada militar es un ritual estatal y un espectáculo social en el que se condensan varias creencias acerca del Estado y la nación. En primer lugar, se pone en escena la alianza cívico-militar que sostiene el pacto republicano del Estado-nación. En la puesta en escena que constituye la parada militar, hay un doble mensaje con respecto a este pacto: por un lado, el poder militar demuestra su subordinación al poder civil y, por otro lado, la disciplina y orden representados por las fuerzas armadas estatales se proponen como rasgos de una institución que tutela y garantiza la seguridad y la demarcación territorial del Estado nacional. En otras palabras, esta performance pretende hacer visible una especie de lado oscuro del gobierno democrático: que el estado de derecho (basado en las normas legales y la democracia liberal) se sostiene en la potencial irrupción de un estado de excepción (simbolizado en la amenaza del uso de las armas para imponer a toda costa la autoridad del Estado). Sea como fuere, el deseo de asegurar el orden social y de preservar los límites territoriales revelan un miedo a la incertidumbre inherente a la vida y a las relaciones humanas. En todo caso, no está demás recalcar que ni los seres humanos ni la naturaleza pueden constituir propiedades de ningún Estado, motivo por el cual no se necesitan aparatos represivos estatales que fuercen la pertenencia de las personas y del territorio a la soberanía nacional.

En segundo lugar, la parada militar refuerza la idea de que patriotismo y militarismo deberían constituir un par complementario. Se suele decir que los Estados se construyen como instituciones que monopolizan el uso ‘legítimo’ de la violencia. En el caso de las naciones- Estado que se fueron construyendo desde el siglo XIX, las fuerzas armadas se constituyeron como una forma de institucionalizar y racionalizar la violencia armada para ‘defender’ la nación en contra de sus ‘enemigos’. Así, los primeros ‘enemigos’ que se construyen en el imaginario nacionalista son aquellos que cuestionan las fronteras del territorio nacional. Y los otros ‘enemigos’ serían todos aquellos que, habitando el territorio nacional, cuestionan las modalidades geopolíticas, económicas y legales en que oficialmente se construye el Estado. En suma, la lógica de funcionamiento de la institucionalidad militar es la de unificar a la población nacional mediante el reforzamiento de la creencia de que deben existir enemigos contra quienes imponerse o a quienes destruir cuando sea necesario. El problema surge, entonces, cuando en cada país el patriotismo militarista considera que la lógica de la guerra es la que debe primar en la vida civil.

En tercer lugar, la ceremonia de la parada militar devela que tanto en la sociedad política, así como en la sociedad civil está muy instalada la creencia de que la violencia (en este caso, armada y bélica) debe ser una vía regia (sacralizada) de solucionar conflictos. Como sabemos, las armas de un ejército no están allí para fomentar el diálogo y la convivencia pacífica entre individuos o entre grupos. No pasa desapercibido para nadie que el propósito real del uso de un arma es herir o matar a otro ser humano. La exhibición ritualizada de armas de fuego por parte de personal militar en los desfiles del 29 de julio suele ser ovacionada por las multitudes populares porque tanto clase política como ciudadanos parecen coincidir en que la armonía en las relaciones humanas se tiene que basar en el equilibrio de fuerzas beligerantes y amenazantes que forman parte de un desacuerdo entre comunidades políticas. Lo peculiar es que a este no atacarse directamente usando tales armas se le llama paz, motivo por el cual se denomina a las fuerzas armadas como “garantes de la paz” en un país. Nada más lejos de la verdad: no deberíamos confundir la paz con un mero cese al fuego.

En cuarto lugar, el deleite por espectar la parada militar pone en evidencia el deseo masivo de habitar una jerarquía institucional en la que se debe obedecer irrestrictamente las órdenes de una autoridad impositiva. Los efectivos militares y policiales que marchan en los agrupamientos son una muestra exitosa del control férreo sobre el cuerpo y sobre las emociones. Cada uno de quienes desfilan escenifica el sometimiento disciplinado a la orden de asesinar en nombre de la patria al margen de cuál sea la evaluación ética que del acto sanguinario pueda concebir en su conciencia el militar. Se trata, entonces, de un encuadramiento colectivo de la vida en el que aparentemente las responsabilidades individuales se disuelven. Nadie se presenta en un desfile de este tipo como una individualidad muy particular dueña de sus decisiones y de sus resultados; por el contrario, cada batallón se dispone como una suerte de bloque indiferenciado de piezas en el que ninguna persona específica se hace cargo de sus aciertos y errores. Así, cada individuo se diluye en una homogeneidad colectiva anónima. Quienes marchan tienen que presentarse como una especie de máquina humana insensible e indiferente al dolor y al sufrimiento. Esto no quiere decir que cada uno de los funcionarios militares que participan en el desfile sean así en lo más íntimo de su ser. Recordemos que se trata de un espectáculo que busca generar y mantener ciertas creencias y actitudes tanto en el personal militar como en los propios espectadores civiles. Por fuera de las pompas rituales, cada efectivo es un individuo que piensa, que se comunica, que siente y que actúa ejerciendo su libre albedrío más allá de las coerciones institucionales.

En quinto lugar, el show del 29 de julio afianza la imagen de un Estado-nación erigido sobre la base de una virilidad potencialmente violenta y autoritaria. Eventualmente, pueden participar mujeres en algunos agrupamientos de la parada, pero la forma de comunicar y comportarse se ciñe a un cierto tipo de masculinidad agresiva y sometedora. Los cuerpos que desfilan presentan movimientos rígidos y toscos, sin asomo de delicadeza, fragilidad o ternura. Esto se relaciona con una serie de mitos en torno a cómo se supone que debe ser un verdadero hombre: alguien que menosprecia las emociones, los sentimientos y los afectos. Lo desafiante aquí reside en que, por una parte, se niega la energía femenina presente en todo ser humano al margen de su sexo o de su identidad de género, y, por otra parte, se crea una identidad masculina en la que el hombre no puede tener iniciativas y deseos individuales, puesto que siempre debe estar subordinándose irreflexivamente a lo impuesto por sus superiores dentro de una jerarquía acrítica e inflexible. En este sentido, el ideal de la parada militar es presentar una ceremonia en la que se exhiben cuasi robots guerreros con apariencia humana masculina. Esto es funesto, en principio, para los propios hombres que se enmarcan en ese modelo mental de hombría y también es perjudicial para tejer relaciones armoniosas y satisfactorias con las mujeres y con otros hombres.

En conclusión, la Gran Parada Militar es una teatralización del modo en que se construye el poder soberano en el Perú más allá de los ideales republicanos y democráticos. Será provechoso, entonces, poner en cuestión los modos en que se sacraliza (¿veladamente?) el autoritarismo militar y la violencia armada oficial, de modo tal que podamos aprender a convivir de manera pacífica, armoniosa y gozosa. Mientras sigamos glorificando la teatralidad militar, seguiremos viviendo en una sociedad en la que se considere legítimo dañarnos los unos a los otros. La amenaza del uso de las armas jamás será un método acertado para generar una vida en común satisfactoria para todos. Aunque no sean disparados, una metralleta o un fusil jamás servirán para conseguir relaciones dichosas, respetuosas y serenas con nadie.

 

Artículo publicado el 29/07/22 en la Revista Ideele Nº 304

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