Apenas unos días después de que la presidenta Boluarte jurase al cargo hasta el 2026, en el país se iniciaron protestas, manifestaciones y marchas de diversa índole que, hasta el día de hoy, no han cesado. Llevamos dos meses de movilización social que, por momentos, se ha expandido hasta en 18 regiones. Sin duda existe un hartazgo en la población, pero hay más que eso.
Hay algo así como una explosión. Contribuyen a entender la situación las hondas frustraciones del día a día, las expectativas casi estructuralmente incumplidas y una larga historia de marginación. Hay una deuda social que no queremos ver en su real dimensión, porque, tal vez, nos resulta una verdad dolorosa de asumir como nación. Este tipo de movilizaciones no han estado ausentes en nuestra vida republicana, pero quizás estamos presenciando la menos concentrada en regiones específicas, la menos limeña, que va adquiriendo alcance nacional. En esta protesta ciudadana es muy difícil separar lo social de lo político: la deuda social se está convirtiendo en una demanda política.
Pero hay muchos que dicen no entender lo que pasa: “¿De qué se queja esta gente?”, es una pregunta que se escucha con frecuencia. Tal vez un ejemplo ayude. Sucede que, en el momento que escribo estas líneas, mi madre está internada en una clínica, felizmente en mejoría. Está en una clínica, y no en un hospital ¿Por qué? Porque llamamos a la emergencia de PADOMI, y no llegaba, pasaban las horas, el cuadro empeoraba, y no llegaba esa ambulancia. Decidí llevarla a una clínica, pues, como se sabe, en las emergencias de los hospitales se demoran horas en atender. A mi madre la última vez la tuvieron sentada en una silla de ruedas —no en una camilla— 22 horas. En esta, ocasión no contábamos con ese tiempo. ¿Qué pasó con PADOMI? Llegó al día siguiente…
¿Qué puede sentirse ante la espera de 22 horas por una atención médica de emergencia? ¿Ante una ambulancia que arriba al día siguiente? Creo que lo menos es rabia. Y soy consciente de que esta frustración personal no se compara con lo que la mayoría de nuestra población tiene que padecer en nuestro sistema de salud, por mencionar sólo uno de los temas en los que nuestro Estado ha fallado, y aún falla, respecto de sus mandantes. Porque, tengámoslo claro, en una democracia son los ciudadanos de a pie los que mandan. La pandemia de la COVID-19 desnudó, del modo más doloroso, que durante treinta años el modelo económico se preocupó más de la salud de las grandes inversiones que de la de las grandes mayorías. Y eso tiene que movernos, debe indignarnos, debe impelernos a cambiar esa situación.
“En las movilizaciones, lo social y lo político ya son inseparables. Por eso, todo intento de solución tendrá que ser político, y no solo social. El resultado de varias de las movilizaciones de los siglos XIX y XX, fue una nueva configuración en las relaciones de poder. Algo así debería ocurrir hoy. Y eso no debe ser visto como raro ni “malo” en una democracia”.
Rabia es lo que vemos en las calles, una rabia que quizás es profundo resentimiento y tal vez se acerque al odio. Esos sentimientos no son afectos ordenados, difícilmente son constructivos, no ayudan al diálogo. Pero, me pregunto, y le pregunto a usted estimado lector, ¿existe al menos una posibilidad de que quienes padecen de esa discriminación y vil desprecio constantemente, sientan de otra manera? Yo mismo sentí mucha rabia por esas 22 horas que padeció mi madre y por ese abandono de PADOMI, y, ojo, que contar con ESSALUD, en nuestro país, es ya un privilegio. Yo pude hacer uso de otro privilegio: mi tarjeta de crédito, con la que pude pagar ese concepto que hemos permitido que las clinicas se inventen, “depósito”, sin el cual no permiten la hospitalización ¿Y si no hubiese podido? ¿Qué sentiría si esta vez no hubiese podido, o si casi nunca pudiese?
Nos toca ser empáticos. Nos toca también rechazar enfáticamente los actos violentistas y la acción de los infiltrados con intereses subalternos, pues una protesta legítima se desvirtúa si eso es lo que prevalece. Pero nos toca comprender que ningún azuzador, ni cientos de ellos, podrían actuar si no existiese la multitud que protesta. Debemos dirigir nuestra empatía a esa multitud que, con gritos o con piedras, nos está diciendo que hay cosas que debemos cambiar en nuestro país. Ya Basadre decía que la multitud ha actuado, esporádica pero continuamente, en nuestra historia, y a veces con ferocidad. Permanece callada mucho tiempo, pero aparece, siempre aparece. Volvamos a la historia, aprendamos de ella. Una congresista dijo en estos días que las protestas pacíficas no generan cambio. Y el establishment pretendió hundirla queriendo interpretar en esas palabras un llamado a la violencia, y no lo que en realidad fue: una constatación de lo que ha pasado en nuestro transcurrir. No es responsabilidad solo de las masas, también de los sectores dirigentes que han sido los que han enviado el mensaje de que ceden sólo cuando hay una explosión.
No dejemos que, en este caso, sea una implosión. Ya cometimos como sociedad un grave error al no comprender que tener en la presidencia a un campesino y maestro rural era una rica posibilidad, se abría un potencial enorme de equidad al tener ese origen nuestro presidente del bicentenario. Había identificación, funcionaba además como una contención, un dique al vendaval de emociones. Lo despreciamos debido a que, supuestamente, era incompetente, pero en realidad fue porque era campesino. Igual que a inicios de la República cuando rechazamos a Santa Cruz, no tanto por extranjero, sino por indígena. Reconozcamos, estimado lector, que el racismo fue lo determinante para no aceptar el lugar que la votación le dio a Castillo ¿Fue un incompetente? Sí, pero los bailecitos de PPK, los tontos ejercicios matutinos de su gabinete, la ceguera frente al fujimorismo lo hacían también incompetente. Pero, como despachaba en Choquehuanca y no en Sarratea, la reacción no fue tan virulenta. Aunque cueste, intentemos asumir cuán discriminadores aún somos, para así corregir y cambiar.
El propio Castillo tampoco comprendió el horizonte que se presentaba ante sí. Fue incapaz de ver el rol histórico que le tocaba desempeñar. Creyó que con no gobernar con la élite era suficiente, y tuvo un entorno corrupto y muy poco capacitado. Finalmente dio un golpe de estado ridículo, y cayó en una justa causal de vacancia, regalando la presidencia. Lo peor de todo: frustró intempestivamente las expectativas que creó y fomentó. No poco de lo que nos pasa es culpa de su irresponsabilidad.
Como fuere, perdimos el dique. Y, ahora, en las movilizaciones, lo social y lo político ya son inseparables. Por eso, todo intento de solución tendrá que ser político, y no solo social. El resultado de varias de las movilizaciones de los siglos XIX y XX, fue una nueva configuración en las relaciones de poder. Algo así debería ocurrir hoy. Y eso no debe ser visto como raro ni “malo” en una democracia.
Lo que sí veo con mucha preocupación, y me parece casi inédito en nuestro devenir, es el nivel de negacionismo en la clase política —Ejecutivo y Legislativo—, el gremio empresarial, en muchos líderes de opinión y en la mayoría de los medios de comunicación. Condenan de antemano las protestas, defienden el uso de la fuerza como si esta fuera un derecho incondicionado del Estado, citan a Weber sin haberlo leído, terruquean sin más, y se niegan tozudamente a un adelanto de elecciones. El aforismo “El Estado monopoliza el uso legítimo de la fuerza” tiene una explicación y un contexto que ignora la mayoría que lo invoca. Esos ignorantes sólo se fijan en el “uso de la fuerza”, y creen que con eso se justifican posibles asesinatos que hayan sido perpetrados por la policía o los militares. Y, claramente ese no es el sentido, pues el uso de la fuerza tiene que ser legítimo: reacciona y no acciona, repele y no ataca, no dispara al manifestante y menos por la espalda al que huye; disuade y no mata.
El adelanto de las elecciones que hace dos meses hubiese contribuido firmemente a solucionar las cosas, hoy creo será solo un paliativo, un analgésico, ni siquiera anestesia, un analgésico que sólo combatirá el síntoma. Sin embargo, es un analgésico que es imposible dejar de tomar; si no se alivia el lacerante dolor, no es posible continuar con el tratamiento. Y la mayoría de los congresistas no lo quiere ver, en especial la alianza entre la extrema derecha y la extrema izquierda. Extremos que están particularmente próximos en eso de andar totalmente a espaldas de la realidad. Ahora que lo pienso, hasta la más rancia oligarquía de antaño, tuvo momentos de mayor cercanía con lo real que los que manifiesta la mayoría de la clase política y económica de hoy.
Que no se crea que con el adelanto de elecciones todo volverá a la normalidad. Debemos crear interlocutores que puedan dialogar. Las Iglesias están allí, también las universidades. Es urgente que representantes de la sociedad civil ocupen un lugar preponderante en la solución de esta crisis, y también en la posterior y dura tarea de curar las heridas. Para ello, deberíamos ponernos de acuerdo en consensos mínimos, y empezar por ahí a reconstruir. Por ejemplo, y solo como sugerencias: se necesitan de reformas políticas para mejorar notablemente la actual representatividad; de cambios serios en cómo hemos aplicado el modelo económico; de una muy empática política del reconocimiento; de promover irrenunciablemente una educación de calidad; de un plan de seguridad alimentaria; de un sistema de salud con rostro humano y para todos.
Que los políticos y los representantes de la sociedad civil se iluminen y se encuentren, que se comprometan con la hora actual, que consigan acuerdos, con propuestas tal vez mejores a las dichas, pero en las cuales lo político y lo social vayan juntos, tal como demanda la protesta ciudadana.
Artículo Publicado en Revista Ideele N° 308
Sobre el autor:
Joseph Dager Alva
Vicerrector Académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya