En enero del 2026, a 450 millones de kilómetros de la Tierra, empezará a orbitar alrededor del asteroide Psique 16, que se encuentra en el cinturón de planetoides ubicado entre Marte y Júpiter, una sonda espacial exploratoria de la NASA: Psique. El objetivo de esta misión es realizar un estudio geológico de dicho cuerpo interestelar, a fin de determinar la cantidad de oro y de otros minerales que se encuentran en el mismo. Según estudios preliminares, el valor económico de Psique 16 equivaldría a noventa veces a todo el producto bruto del planeta Tierra. Es decir, diez mil millones de millones de dólares. Una cifra que da vértigo con sólo pensarla. Más allá del valor monetario de Psique 16, se evidencia una cuestión esencial. Países como Estados Unidos y quizás China, Japón y las cabezas de la Unión Europea, están en condiciones de iniciar a mediano plazo actividades astromineras. Por lo tanto, poseen los conocimientos científicos, la capacidad tecnológica y los recursos de diverso tipo, para explotar materias primas de los astros. Lo cual es interesante en términos de logro de la civilización humana, pero tristemente perturbador para nosotros. Pues la astrominería es la demostración final de que la brecha científica tecnológica es infinita.
Hubo un momento a finales del siglo XX, en que las elites dirigenciales de algunos países de mediado desarrollo se percataron de que la brecha del poder podía ser reducida o finiquitada si se creaban las condiciones adecuadas para la transferencia tecnológica. Primero, aprendieron a copiar la producción industrial de las sociedades avanzadas, una vez que las empresas de aquellas naciones de instalaron en sus territorios. Luego, estudiaron el modo de cómo producir por cuenta propia con resultados muy diversos. Posteriormente, empezaron a competir con la producción de las naciones industrializadas, apelando a sus bajos costos. Y, finalmente, gracias a un amplio proceso de aprendizaje académico-universitario, económico y cultural, supieron desarrollar ciencia y tecnología propia, pudieron innovar a gran escala y conquistar mercados para su producción. De este modo, en poco más de medio siglo, Corea del Sur, Singapur, Taiwán, China, India, Turquía, Vietnam y otros países, redujeron considerablemente las distancias del desarrollo. Incluso China se encuentra ad-portas de convertirse en la super potencia mundial a mediados de este siglo
Otras naciones tomaron un camino diferente para reducir la brecha del poder. Utilizando de forma estratégica las ganancias logradas por la exportación de recursos naturales, constituyeron gigantescos fondos de inversión capaces de financiar sus políticas de innovación tecnológica, diversificación productiva y desarrollo científico. Australia, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, entre otros, utilizaron y utilizan esos recursos para acelerar el proceso de reducción de la brecha del poder. El caso más emblemático de los últimos años lo constituye Arabia Saudita, país que tiene la mayor empresa del mundo, Saudi Aramco, y que esta usando su fondo de inversión para acelerar la transformación productiva de la nación islámica. De ahí que hace unos años se presentó el Plan Visión 2030, que es el punto de partida para convertir a este país en una de las siete más desarrolladas del mundo, a mediados de este siglo. La ciudad lineal, NEOM, se va a constituir en el emblema del poderío saudí y en la matriz de su evolución tecnológica. Dada la magnitud de las inversiones sauditas en ciencia, innovación tecnológica, desarrollo de infraestructuras y servicios diversos, esta nación irá adquiriendo un mayor peso geoestratégico que competiría con el de China a fines de esta centuria.
La mayoría de los países de Latinoamérica irá cediendo autonomía y capacidad de control sobre sus procesos ante la geopolítica tecnocientífica y sus efectos. Más allá de la orientación política de los gobiernos y de sus características, ante la brecha del poder científico-tecnológico, toda estructura política local se manifiesta endeble, pues las políticas de Estado de nuestra región tendrán menores posibilidades de intervención sobre sus sociedades. La tercera y la cuarta revolución industrial, lideradas por el mundo desarrollado, ya han hecho evidente esta condición que se traduce en una dependencia más grande que la que se observó en los años sesenta y setenta. Sin la formación de un conocimiento científico adaptado al mundo que se avecina y sin posibilidades de crear tecnología innovadora, la capacidad de decidir nuestro futuro se diluye.
De este modo, los caminos para la reducción de la brecha del poder tecnocientífico han estado mapeados en los últimos sesenta años. El primero, por medio de la transferencia tecnológica directa e indirecta. La segunda, autofinanciada y acelerada por grandes fondos de inversión nacionales. Y, en ambos casos, reconociendo con realismo las características del mundo contemporáneo, sus intereses y movimientos geoestratégicos.
El poder real de una nación está en su autonomía y en la medida que esa autonomía se expresa en crecientes cuotas de bienestar, seguridad y prosperidad de la mayoría de sus ciudadanos. La autonomía nacional no descansa en un acto voluntarista o en un deseo emocional. Esta precisa medios- costosos y poderosos medios-, que hacen posible tal experiencia emancipada. Ni la abundancia los recursos naturales, ni la acumulación per se de capitales, se comparan al poder que proviene del conocimiento científico y a las innovadoras tecnologías que éste moviliza. Por ello, gran parte de las posibilidades de poder de nuestros días provienen de una ciencia que convierte su conocimiento en tecnología. Saber científico tecnológico que evoluciona desde la cooperación de los diversos grupos que intervienen en el sistema del conocimiento. De ahí que una nación (y sus corporaciones públicas y privadas) mantendrán su poder y lo ampliarán constantemente mientras se acreciente el flujo del conocimiento científico sobre la innovación tecnológica. Asimismo, de cómo esta tecnología se convierte en producción que dinamiza los mundos laborales y de consumo.
En la medida que se acumula mayor poder científico y tecnológico, las posibilidades de movimiento y acción de determinadas naciones crecen exponencialmente, influyendo sobre los procesos locales de las sociedades con escazas o inexistentes cuotas de dicho poder. De ahí que la concentración de la potencia tecnocientífica genera nuevas dinámicas geopolíticas y geoestratégicas. En efecto, la innovación tecnológica proveniente de la ciencia, crea condiciones para la multiplicación de diversas formas de producción de bienes y servicios. Y en la medida que se controle la elaboración de lo nuevo, las posibilidades de concentración del poder político y económico serán mayores.
EE. UU, China, Japón, Alemania, Inglaterra, Francia, Rusia y algunas otras naciones, poseen las condiciones para controlar el flujo del conocimiento científico tecnológico sobre las nuevas y evolucionadas formas de producción. La inteligencia artificial, la robótica, la nanotecnología, la biotecnología, la bioinformática, la bioelectrónica, la física y químicas actuales, etc., desarrolladas por los centros de investigación públicos y privados de dichos países, tienen y tendrán mayores condiciones para reformular las diversas ingenierías y tecné. De este modo, quien domine estas áreas del conocimiento y de la producción, conduce el destino del mundo o en partes del mismo.
El peso científico y tecnológico acrecienta las dimensiones geopolíticas de las sociedades de avanzada. Y, por lo tanto, amplia y consolida sus poderes a tal extremo que minimiza los espacios de autonomía de las naciones pobres. La geopolítica surgida de la acumulación del poder científico tecnológico, podría conducir a la desaparición paulatina de los estados nacionales más débiles, en la medida que las sociedades frágiles pierden capacidad de decisión sobre su economía, su formación de conocimiento y su política. En este esquema poco importa el destino de los países pobres, incluso si éstos comienzan a experimentar procesos de implosión ocasionados por sus desequilibrios sociales y sus frágiles estructuras de estado. Así, mientras las fortalezas de las naciones de avanzadas se acrecientan gracias a los nuevos límites tecnocientíficos, las debilidades de sociedades empobrecidas ponen en entredicho la continuidad de las mismas. De ahí que países como el Perú tenga un futuro incierto.
La explotación de minerales en asteroides situados a 450 millones de kilómetros de la tierra implica otras cuestiones. Otras tecnologías provenientes de la IA y de la ingeniería robótica van a cumplir un papel fundamental en dicho usufructo, puesto que los seres humanos no estamos evolucionados para poder adaptarnos a un ecosistema hostil como el de un planetoide. De hecho, imaginar cómo se llevará a cabo la extracción de oro, platino y de las diversas “tierras raras” que contiene Psique 16, resulta asombroso y fascinante. “Un logro de la humanidad”, dirán algunos. Pero no nos engañemos. La explotación de minerales de este objeto astral será un hito para los Estados Unidos, la NASA y las empresas que están detrás de este proyecto, por ejemplo, Space X, quien enviará la sonda Psique en su cohete Falcon Heavy, y de empresas de robótica espacial norteamericanas o europeas como Specerobotics. Además, de las corporaciones mineras, interesadas en extraer sólidos, y dispuestas a financiar estas aventuras.
Es evidente que EE. UU no está solo en la carrera por la minería espacial. Por ejemplo, China está construyendo su propia infraestructura astrominera alrededor de la Luna. La estación Tiangong, es la “pica en Flandes” de este proyecto colonizador de nuestro satélite, del cinturón de asteroides y de Marte. A estos se suma Japón, con la sonda y “rovers” Hayabusa 2, que se posaron sobre el asteroide Ryugu a 322 millones de kilómetros de la tierra en 2018 y 2020. Aunque el proyecto de exploración japonés es básicamente científico, ya está adquiriendo motivaciones económicas. En la lista de futuras “potencias” en minería espacial se encuentran Emiratos Árabes Unidos, Corea del Sur, Alemania, Luxemburgo y Rusia, con planes de exploración para esta década. Entonces, si no es un “logro de la humanidad”, ¿quién se beneficia de esto? Pues las naciones que lideran la formación de una economía interestelar.
Es evidente que los efectos de la astrominería no los veremos en el mundo hasta mediados del siglo XXI. También que sentará las bases económicas para el siglo XXII. Pues los enormes recursos auríferos de Psique 16 serán una de las fuentes de financiación que se requieren para la construcción del nuevo hábitat humano. Además, porque de este modo se van consolidando los capitales que se requieren para subvencionar la nueva generación de conocimientos científicos y de innovación tecnológica. Por ello, en una escala geoestratégica mayor, el siglo XXII ya se está vislumbrando.
La mayoría de los países de Latinoamérica irá cediendo autonomía y capacidad de control sobre sus procesos ante la geopolítica tecnocientífica y sus efectos. Más allá de la orientación política de los gobiernos y de sus características, ante la brecha del poder científico-tecnológico, toda estructura política local se manifiesta endeble, pues las políticas de Estado de nuestra región tendrán menores posibilidades de intervención sobre sus sociedades. La tercera y la cuarta revolución industrial, lideradas por el mundo desarrollado, ya han hecho evidente esta condición que se traduce en una dependencia más grande que la que se observó en los años sesenta y setenta. Sin la formación de un conocimiento científico adaptado al mundo que se avecina y sin posibilidades de crear tecnología innovadora, la capacidad de decidir nuestro futuro se diluye, puesto que no podremos poseer el residuo tecnológico suficiente para propiciar una explosión de nuevas labores altamente productivas.
La brecha del poder tecnocientífico es infinita. De esto deben ser consientes, en su profundidad, las elites económicas, políticas, profesionales y académicas de nuestro país. En el diseño del mundo del futuro no tenemos ninguna capacidad de decisión, lo cual resulta perturbador. Sin embargo, deberíamos establecer- quizás decimos esto con ingenuidad- las estrategias nacionales para que la gran ola de la quinta revolución industrial, la que vendrá con la economía espacial, no nos arrastre y nos diluya como pueblo, como sociedad. Hay momentos en los que debemos mirar hacia un horizonte mayor y aprender a mirar más allá del pasado.
Artículo Publicado en Revista Ideele N° 310
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM