El escenario actual de crecientes manifestaciones filofascista en occidente y en sus zonas de influencia histórica tiene diversas causas. Estas no solo se encuentran en las evidentes desigualdades sociales y en la instrumentalización de la política bajo fines económicos. También en el modo cómo se ha ido encarando el proceso de formación cultural bajo el dominio del individualismo provocado por las diversas prácticas de consumo. Asimismo, en la manera de cómo se fue abordando la relación entre conocimiento, educación y mundo productivo. En ese sentido, estas reflexiones de carácter abierto y exploratorio tratan de brindar líneas de interpretación sobre algunos de los procesos actuales, cuyos efectos aún tienen derroteros inciertos.
Un contexto cercano y lejano
El auge y consolidación de los movimientos políticos de extremismo identitario, guardan relación con las consecuencias económicas, sociales y culturales del último proceso de globalización y con la doctrina que ha conducido dicho proceso – que algunos adjetivan de “neoliberal”– pero que, observando en detalle su composición, se trata más bien de un conjunto de ideas de pretensiones cosmopolitas, donde ciertamente hay una impronta liberal. Pero también una traza socioliberal, democristiana y socialdemócrata. Todas ellas unidas bajo la conducción trasatlántica de occidente y la herencia ideológica y cultural democrático ilustrada en los Estados Unidos y Europa occidental. En efecto, la última experiencia de la cosmopolis secular liderada por occidente empezó a materializarse una vez que el nacional estatismo soviético entró en crisis a comienzos de la década de los ochenta del siglo veinte y se hizo evidente cuando el socialismo real de las repúblicas del este se fue desmoronando a una velocidad inimaginable.
La victoria de los principios políticos democráticos y de las diversas versiones del capitalismo de mercado se mostró como la posibilidad de diseñar un “nuevo orden mundial”, donde las instituciones internacionales dirigidas por las naciones de occidente y algunos de sus aliados de oriente y de Oceanía cumplieron un papel fundamental, junto a las corporaciones más poderosas, expandidas y diversificadas de dichos países. El centro de gravedad de ese nuevo orden fueron tres principios: democracia, derechos humanos y economía de mercado. Sin embrago, tan pronto como se empezó a erigir dicho orden finisecular, aparecieron y se evidenciaron movimientos contrarios al proceso de globalización occidentalizante, todos éstos de características identitarias, ya sean por sus rasgos religiosos, étnicos y culturales. Pues se consideraba que el globalismo afectaba las prácticas y tradiciones locales y subordinaba sus necesidades nacionales a los intereses internacionales.
Las acciones geopolíticas, geoeconómicas y geoestratégicas de occidente en vez de conjurar los riesgos identitarios, los exacerbaron. Ocasionando mayores distorsiones y propiciando el auge descontrolado de los identitarismos nacionales y religiosos en diversas partes del globo. Sin embargo, en los años noventa del siglo XX e inicios del actual, no se podía presagiar que las reacciones identitarias se iban a desarrollar en el mismo occidente, poniendo en riesgo al proceso de globalización conducido por la civilización trasatlántica.
¿Un currículo para la destrucción de la memoria?
En el cenit del mundo “unipolar” de occidente (años noventa y primera década del siglo XXI), se fueron instituyendo una serie de transformaciones culturales y socioeconómicas, producto del diagnóstico parcial sobre el estatuto del conocimiento en las denominadas sociedades de “avanzada” y en algunas sociedades “emergentes”. En los pronósticos elaborados en los años ochenta, durante el despegue de la tercera revolución industrial (informática computacional y biotecnologías), se concluyó que los saberes básicos eran superados por la incesante transformación tecnológica, y que el mundo productivo iba estar dominado por la constante destrucción de empleos y el surgimiento de nuevas formas de los mismos. De este modo, se deberían adiestrar a las sociedades e individuos a acostumbrarse a una “nueva situación” productiva, en la cual el conocimiento de uso laboral estaría sometido a las leyes exponenciales de la evolución técnica. Había que educar a las masas para gestionar sus aprendizajes a través de procedimientos en detrimento de la formación de contenidos de carácter esencial/conceptual.
Bajo esa lógica, los saberes fundamentales, poseían una corta duración (dos o tres años). Razón por la cual se debía poner énfasis primordialmente en lo procedimental, dejando de lado la formación en ideas y conceptos, pues éstos rápidamente iban a ser expulsados por el vértigo de la evolución técnica. De este modo el saber literario debía estar subordinado a las estrategias de comunicación efectiva, el saber histórico a la medición instrumental de los procesos temporales, el saber crítico a habilidades argumentales, el saber creativo a la innovación y el saber numérico abstracto a la gestión algorítmica. En suma, había que adiestrar a las mentes a estar dispuesta a ser competentes en términos de adaptación y mutación.
Asumiendo como dominantes las premisas de la tercera revolución industrial, parecería coherente haber centrado la educación al principio de adecuación por la vía de procedimientos de gestión de aprendizajes. Sin embargo, al centrarse reductivamente en la gestión procedimental de dichos aprendizajes se fue dejando de lado, quizás como un efecto colateral no deseado, la necesaria interiorización conceptual; aquella que les permite a los sujetos organizar la realidad social y política en diversos estratos de tiempo y la que les posibilita contextualizar los hechos y los procesos culturales. Así, en la medida que dicha forma de concebir la educación se fue haciendo hegemónica según la realidad de cada país, se pudo observar una temeraria reducción de las capacidades conceptuales en los sujetos y, por lo tanto, una peligrosa discapacidad para situarse en el mundo en términos éticos contextuales.
El resultado de ello ha sido la emergencia masiva de seres sin conciencia de historicidad y, por lo tanto, poco dispuestos a entrar en diálogo con la pluralidad social en términos tolerantes y autocríticos. En efecto, las mentalidades forjadas en procedimientos de gestión, muchos de ellos muy deficitarios (por las condiciones económicas), son proclives a relativizar aquellos hechos del pasado en los cuales el terror, la discriminación y la injusticia se desarrollaron en las historias de los últimos siglos, pues no tienen los conocimientos conceptuales para llevar a cabo una labor crítica contextualizada. Este currículo para la destrucción sostenida de la memoria ha tenido y tiene efectos devastadores sobre las sociedades y sujetos. Pues al obviar la semántica histórica del horizonte formación fundamental, no hay forma de organizar las experiencias humanas de diversa duración y origen. Y, por lo tanto, no es posible llevar a cabo la empresa de juzgar atinadamente un proceso social, político y cultural.
La pérdida del horizonte histórico deja a los sujetos sin una tierra a donde afincar sus raíces críticas; los abandona a un peligroso nihilismo en donde cualquier discurso puede ser adoptado por un estado de ánimo, por un espejismo grandilocuente en forma de cualquier populismo demagógico. Si la mente no comprende la magnitud del tiempo en el cual surgió un determinado hecho tiende a creer o asumir que es actual, convirtiéndose en juez anímico de un pasado que desconoce profundamente. De ahí que los neofascismos – a diferencia de los totalitarismos del siglo anterior- tienen un carácter particular: se construyen sobre el desconocimiento del tiempo histórico, de los hechos de cada tiempo y desde el sinsentido de los conceptos e ideas. Potencialmente, el neofascismo, puede llegar a ser más peligroso que su predecesor del siglo XX.
No solo el currículo de la ahistoricidad
Pero no solo se trata del modo cómo se ha concebido a la educación en las últimos tres décadas. Es evidente que un sistema económico sustentado en la precarización laboral tiene efectos sobre las tendencias culturales en las sociedades contemporáneas. Si la educación ha creado condiciones para la ahistoricidad acrítica, el modo de vida laboral precario elimina la posibilidad de edificar un proyecto de vida que genere posibilidades de futuro. Por lo tanto, abundan las experiencias humanas centradas en el presente. En “democracias de masas”, grupos de esta naturaleza son proclives a poder aceptar y adoptar cualquier discurso en virtud de sus estados ánimo, muchas veces motivados por la frustración, la ira, la desconfianza, etc. De esto modo, el nihilismo pasivo, acrecienta las condiciones para el camino neofascista. Más allá de los contextos geográficos, debemos estar alertas en circunstancias como la nuestra.
Artículo Publicado en Revista Ideele N°305
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM