El autoritario pierde el sueño por tener el dominio de su entorno; su obsesión es controlar. La religión, ya que facilita el acceso al ámbito personal, se convierte en un instrumento privilegiado del autoritario. El autoritario necesita asegurarse de que su estilo sea único; por ello, debido a la imposición de un modelo único de pensar, sentir y actuar, se le debe entender como un mal espiritual porque suprime la diferencia entre las personas, con lo que mata lo genuinamente personal, el deseo. Además, es un mal contagioso porque, antes o después, nos convencerá de que su modelo es nuestra salvación y que salirse del mismo solo procurará sufrimiento y condena eterna. Nada más alejado de lo que Jesús de Nazaret proponía. Vale la pena preguntarnos: ¿cuánto de esta personalidad está presente todavía en estilos aparentemente religiosos?
Para hacer memoria de la personalidad autoritaria: La expresión de «personalidad autoritaria» aparece por primera vez en 1950 en un libro de Theodor Adorno realizado con otros colaboradores. En él, los autores evocaban estudios previos en torno a los prejuicios raciales y religiosos. Preguntémonos: la presencia de este tipo de autoritarismo ¿es excepcional?
Para contextualizar nuestra experiencia: En el Perú hemos sufrido las secuelas de personalidades autoritarias de carácter religioso. Por ejemplo, hasta hace no mucho, la diócesis de Lima vivía bajo un régimen religioso que mezclaba clericalismo, mesianismo autoritario y rígido con una espiritualidad infantil, ya que carecía de ilustración o de reflexión. Este autoritarismo no soportaba la posibilidad de que hubiese una posición diferente y recurrió a prácticas persecutorias de las que fueron víctimas no pocos creyentes o grupos de creyentes. Vale la pena preguntarnos: ¿estamos libres de reproducir estas prácticas?
Para sentir el autoritarismo como deficiencia espiritual: Autoritarismos de este tipo han estado presentes en la historia de la Iglesia porque el mal espiritual es parasitario; peor aún, conquista casi cualquier voluntad cuando la perversión autoritaria ofrece como moneda de intercambio el «control» sobre las conciencias. El autoritario, inequívocamente narcisista, controla. En este sentido, el autoritarismo religioso suele tener una obsesión sexual porque, al ser la sexualidad una dimensión de desarrollo que vivimos intensamente, es asimismo manipulable con pseudodisquisiciones religiosas, pero hay que notar que el autoritario se adhiere a un proyecto noble (por ejemplo, la Iglesia) para convertirlo en la satisfacción de sus propios instintos perversos.
A pesar de una larga historia de aprendizajes, llama la atención que la Iglesia no haya podido desarrollar los reflejos suficientes para combatir este ejercicio del poder como control desmedido sobre la conciencia de los demás. Pues bien, esta puede ser una explicación: por un lado, ocurre que estas personalidades han desarrollado un fino instinto de sobrevivencia, han aprendido a camuflarse hasta que llegue su momento; por otro lado, la perversión no fue siempre su estado, hubo un triste proceso de descomposición en el que paulatinamente el mal se les hizo natural. Vale la pena preguntarnos: aunque el mal sea inevitable, ¿podemos desarrollar alguna destreza espiritual para limitar el impacto del autoritarismo religioso?
Para pensar algún remedio: El antídoto contra el autoritarismo es la ilustración, quiero decir, pensar y, específicamente, pensar la religión e incluso hacer una crítica razonada de su sistema. Más aún, si el fin es la edificación, es incluso indispensable una activa crítica dirigida hacia la misma Iglesia. De este modo, la persona puede tomar distancia, encontrar su deseo y recuperar su propia agencia. Ese es el único modo de madurar y de salir de cierta ingenuidad en la que se establece un vínculo de necesidad con aquel a quien se la ha entregado el control (nos referimos al autoritarismo y no a la Iglesia). En efecto, si la fortaleza de esta perversión se encuentra en el uso de la religión como instrumento privilegiado para dominar, su debilidad es el ejercicio del pensar.
A este respecto, la religión puede haber promovido cierto estado de ignorancia por el que la persona era privada de pensar por sí misma, pero si piensa, se convierte en una amenaza contra el sistema construido por este flagelo. Mutatis mutandis, esa es la manera de hacer que Jesús de Nazaret se reserva con respecto de sus detractores, que pugnaban por sostener un modelo que había perdido su razón de ser.
De esta manera, cuando frente al autoritarismo se eleva el pensar, este procederá a cercarlo, etiquetarlo y, finalmente, asesinarlo. Así comenzaron las persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano, así perseguían los cristianos a paganos y herejes, así lo hacía el nacionalsocialismo contra los judíos y así ocurre hoy en ambientes político-religiosos contra los «caviares». No pueden ocultar que su cometido es el asesinato.
Etiquetar es parte de la sintomatología autoritaria, pero no habría que olvidar que expresa una enfermedad espiritual que ansía matar primero el deseo para controlar; el autoritarismo no soporta ser contrariado. Pensar, es decir, tomar conciencia de que hay diferencia es percibido como una molestia. Ahora bien, no habría que creer que el pensar se basta a sí mismo. Hay algo que es esencial al crecimiento espiritual y al desarrollo de una institución como la Iglesia: pensar la religión conduce a aceptar que es posible y real equivocarse. El autoritario no se equivoca. En el polo opuesto, cierta «toma de conciencia» en el espacio de los símbolos religiosos se expresó siempre y en todas las culturas como la aceptación de estar «en posición adelantada», en falta. La primera toma de conciencia es ante todo conciencia de la carencia o de la falta. Vale la pena preguntarnos: abrir el deseo espiritual de la persona ¿significa eliminar o limitar la vida en común en la Iglesia?
"El antídoto contra el autoritarismo es la ilustración, quiero decir, pensar y, específicamente, pensar la religión e incluso hacer una crítica razonada de su sistema."
Para evaluar nuestro discernimiento: El autoritarismo ha estado y, aparentemente, estará presente mientras haya personas. Sin duda, como lo explica Ricoeur, representa la presencia de lo involuntario en lo voluntario. Involuntario porque el mal en general nos precede y, por lo tanto, lo aprendemos y nos lo enseñamos como si fuese el camino, pero se hace manifiesto en lo voluntario, en el ámbito de nuestra agencia. Precisamente por ello, algo debe poder hacer la persona para evitar o limitar las adherencias de este flagelo.
El discernimiento solo puede realizarse si antes que nada deconstruimos este flagelo espiritual, o sea, aunque ya hemos enunciado sus características principales, ahora podemos saber de su origen y atraparlo antes de que crezca. El punto de partida es una religiosidad mágica o supersticiosa por la que el creyente imagina que las cosas ocurren sin que tenga algún tipo de injerencia. En esos casos, las personas atribuyen todo a un destino o a la fuerza de la acción providente de Dios. Esto acaba por convertirse en un complejo por el que el creyente se experimentará desprotegido ante las fuerzas que lo gobiernan sin que entienda nada. Entre los primitivos, esas fuerzas estaban en la naturaleza; en los tiempos que corren, se trata de fuerzas que tienen lugar incluso en lo más íntimo del creyente. Carente de estrategias para descifrar lo que sucede o lo que le sucede, el creyente está listo para hacerse parte de un modelo único, aunque este sea controlado por un monstruo.
"Hay algo que es esencial al crecimiento espiritual y al desarrollo de una institución como la Iglesia: pensar la religión conduce a aceptar que es posible y real equivocarse."
Robert Shinn controla una agrupación de bailarines extraordinarios que hacen coreografías cortas en TikTok y YouTube[1]. Shinn amasa una fortuna y posee un rentable negocio. Sus estrategias para captar a estos jóvenes son tan llamativas como burdas: «serás presa del diablo», «te condenarás para siempre». Hay una relación directamente proporcional entre dejar las cosas en manos del destino y la completa pérdida de una acción diligente por parte del creyente. El Dios de Jesucristo no es así, pero tampoco lo puede ni debe ser la Iglesia. La verdadera receta —si se puede decir así— es no perder la capacidad de agencia y discernimiento personal en el seno mismo de una institución llamada a hacernos caminar en comunidad. Nada más claro que el itinerario abierto por la Iglesia cuando promueve la sinodalidad. No es una concesión de la jerarquía, no solo es parte esencial de la identidad de la Iglesia, sino que ello se enraíza en la historia de Jesús, que tanto luchó por hacer que cada persona encontrara su propio deseo. Solo cuando ese deseo es descubierto, una persona se puede encontrar con lo que ofrece Dios y solo entonces puede ser cabalmente miembro de la Iglesia.
Sobre el autor:
Rafael Fernández Hart, SJ.
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya