La mitología musical condenó al compositor Antonio Salieri, convirtiéndolo en la encarnación del enemigo perfecto, al extremo que le responsabilizó de la muerte del genial W. A. Mozart. Nada más falso. Salieri admiró al genio de Salzburgo y fue su amigo. Sin embargo, gracias a las obras de Pushkin, Schaffer y Forman, Salieri se transformó en el ícono de la tragedia del envidioso.
Aquel que es capaz de envidiar tiene la suficiente capacidad de poder reconocer el talento superior de quien considera su adversario. Por ejemplo, en la obra de P. Schaffer/M. Forman, “Amadeus” (1984), el personaje Salieri – que es justo diferenciar del gran compositor Antonio Salieri- es el único que está en condiciones de reconocer el inmenso genio mozartiano, pues posee la inteligencia y los medios estéticos idóneos para darse cuenta de la superioridad de Mozart. Pero, al mismo tiempo, experimenta la tragedia de sentirse y saberse inferior. De ahí que admira y envidia al mismo tiempo. Sabe que ese talento supremo le es esquivo. Por ello, incapaz de la admiración respetuosa, hace todo lo que está a su alcance para truncar la carrera del gran Wolfgang e, incluso, conducirlo a la muerte. ¿Por qué el personaje Salieri no puede acceder a la plena admiración? ¿Qué condiciones espirituales tiene el alma que admira?
Cuando Johannes Brahms (1833-1897) estrenó su monumental primer concierto para piano y orquesta, sus adversarios musicales, seguidores del compositor wagneriano Hugo Wolf, organizaron una pifiadera prolongada que obligó al pobre de Brahms dar por terminada abruptamente la función. Tal experiencia hizo que el músico alemán se inhibiera de hacer apariciones públicas en Viena por algunos años, y tardara cerca de diez años en estrenar su primera sinfonía. No sabemos si Wolf estaba movido por la envidia. Pero es posible que actuara empujado por la mezquindad, la misma que le inhibía de descubrir la superioridad del talento de Brahms. Sin embargo, años antes, un compositor de la talla de Robert Schumann (1810-1856), vaticinó lo siguiente sobre el inicial genio brahmsiano: “Aquí ha aparecido un joven que es uno de esos maravillosos. Ha tocado profundamente la música y, estoy convencido, evocará el mayor movimiento del mundo musical”.
Conocedor de esta anécdota, el escritor Ernesto Sábato en su obra “Abbadón, el exterminador”, dice que sólo un compositor superior como Schumann estaba en condiciones de valorar las posibilidades del genio de Brahms, glosando sus reflexiones con una frase sencilla y contundente: “es que para admirar hay que tener grandeza”. Es decir, solo un alma noble, superior; un corazón seguro de sí, libre de envidias y de mezquindades, está en condiciones de aplaudir la superioridad del que se tiene al frente o de ponderar, con justicia, el talento de algunos.
En este recuento no podemos olvidar los injustos y mezquinos juicios del hoy olvidado Clemente Palma contra César Vallejo, quien tras leer el “Poeta a su amada” expresó lo siguiente en “Variedades”: “Hasta el momento de largar al canasto su mamarracho, no tenemos de usted otra idea de deshonra de la colectividad trujillana, y de que, si se descubriera su nombre, el vecindario lo echaría lazo y lo amarraría en calidad de durmiente en la línea ferrocarril de Malabrigo”. Pero años después, Mariátegui afirmó que Vallejo era la síntesis de lo peruano en literatura, siendo, al mismo tiempo uno de los primeros intelectuales en reconocer la revolución que significaría “Trilce”.
No hay que ser genios indiscutibles como Mozart, Brahms o Vallejo para haber sufrido el embate de la envidia y de la mezquindad. En cualquier espacio podemos ser víctimas o victimarios de estas “desmesuras del corazón”. Por ello es importante tener el alma dispuesta a admirar el talento y la capacidad del que manifiesta un dominio notable en su arte o en su ciencia.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM