En tiempos de exacerbación ideológica, como éstos, muchas veces se nos exige tener una opinión manifiesta sobre cualquier tema aun cuando no la tengamos. O se nos etiqueta bajo un rótulo ideológico definido, mientras nos asumimos más o menos liberados de cualquier cartel excluyente. ¿Le he es conocida esta situación? Si es así, no se encuentra solo.
Hay perspectivas de la sociedad que son capaces de conciliar posiciones antagónicas entre sí. Pero que, bajo ciertos criterios éticos y argumentales, pueden complementarse. Por ejemplo, estar a favor del libre mercado de bienes y de algunos servicios y, al mismo tiempo, considerar que la aplicación de las “leyes del mercado” en el ámbito laboral pueden llegar a ser cruel con el trabajador. En ese sentido, estaríamos defiendo posturas tanto liberales como socialistas simultáneamente. Y ello, para las mentes más ideologizadas, no sería posible.
Otro ejemplo sería el siguiente. Sabemos que es importante que el estado norme las actividades particulares, más aún cuando éstas, potenciales, pueden afectar el interés colectivo. Pero, al mismo tiempo, podemos cuestionar que el exceso de reglamentación estatal le confiere un poder desmedido a la burocracia, el mismo que – eventualmente – llega a asfixiar a las iniciativas privadas. En este caso estaríamos blandiendo posiciones contrarias a la vez.
¿Cómo es posible que algunos podamos defender perspectivas opuestas? De pronto porque andamos “ligeros de ideología”. Es decir, optamos por distanciarnos de esquemas definidos del mundo y procedemos a identificar, reflexivamente, las aportaciones coherentes de varias orientaciones políticas, económicas y culturales.
Considerarnos libres de ataduras ideológicas no es carecer de convicciones morales autónomas ni de una meditada reflexión ética. Más bien, se trata de ir más allá de los límites de una visión preconcebida del mundo a fin de centrarnos en aquello que creemos esencial para la mejoría de la vida humana. La valoración de nuestra libertad interior y un claro sentido de “no tener la plena razón”, si no la posesión limitada de la misma, nos permite discurrir críticamente por los caminos de las ideologías sin convertirnos en sus acólitos.
Es evidente que todos manifestamos con nuestros actos y lenguaje una concepción ideológica del mundo, ya sea política, económica, cultural, etc. Sin embargo, muchas veces no somos conscientes que la poseemos sin el tamiz autocrítico requerido, llegando a ser excluyente, extrema y totalizante. Cuando eso ocurre, nuestras decisiones y acciones puedan llegar a ser muy dañinas pues se sustentan en prejuicios de cualquier tipo. Si nos movemos en el ámbito académico de cualquier nivel, el riesgo de la ideología acrítica y sectaria puede ser mayor. En ese caso, nuestros prejuicios ideológicos nos pueden hacer caer en uno de los mayores horrores y errores: la tergiversación interesada de los hechos, fenómenos y hechos a fin de imponer una versión del mundo.
“Andar ligeros de ideología” no solo posibilita una mayor libertad interior para aceptar los logros del pensamiento político de todos los tiempos. También, en muchos contextos, se presenta como un imperativo ético, más aún cuando consideramos que lo realmente importante son las personas concretas y su bienestar concreto. Más allá de la ideología, la reflexión ética nos permite descubrir lo esencial: nosotros.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM