Nuestra vida tiene una fecha de caducidad. Y sobre ello, no hay mucho qué decir. Porque es una condición contunde y universal de la que nadie puede escapar. Sin embargo, en este intervalo de frágil y breve vitalidad, hay mucho qué hacer. Por ejemplo, no dejar de crecer, de aprender y de evolucionar.
El paso del tiempo sobre nuestros cuerpos es inevitable. Conforme pasan los años, se empiezan a experimentar, gradualmente, las manifestaciones del deterioro o desgaste de nuestro soporte material. A veces, estas muestras son dolorosas. Otras, pueden ocasionar algún tipo de inquietud emocional que conlleva cierta resignación. También, hay ocasiones en que la conciencia del envejecimiento conduce a diversos actos de rebeldía contra el transcurrir temporal del cuerpo. Ciertamente, son tantas las reacciones, que son imposibles sintetizar en un solo párrafo.
Desde muy jóvenes sabemos que nuestra vida tiene una fecha de caducidad. La misma que, por obvias razones, descocemos. Ignorancia que es positiva, porque nos permite tener y mantener una saludable ilusión de apertura hacia el futuro. Caemos en la cuenta de que, en algún momento, moriremos y que, por eso, estamos llamados a vivir plenamente. Sin embargo, en esa primera juventud, observamos que hay tanta supuesta vida por delante, que muchas veces no sabemos qué hacer con el “largo tiempo” que nos queda. De alguna manera, asumimos que somos inmunes al paso del tiempo, cayendo en el espejismo de acariciar cierta eternidad. Esa es la razón por la que nos damos ciertas licencias, entre ellas, centrarnos en el presente, creyéndolo absoluto.
Pero el tiempo que transcurre sobre nuestra vida, hace lo suyo. Y, en muchos casos, luego de algunos años de cierta indolencia, tomamos conciencia que la vida es algo va a terminar o puede llegar a su fin, sobre todo, cuando experimentamos la pérdida de personas queridas o cercanas. O cuando descubrimos -gran descubrimiento- que debemos, en lo posible, llegar a hacer algo interesante e importante en la vida, algo que regocije a nuestra mente, que sea causa de alegría, de éxtasis o de sosiego. Este descubrimiento fundamental, hace que elaboremos un proyecto vital, sobre el cual encaminamos nuestros pasos cotidianos, asumiendo diversos niveles de incertidumbre y el potencial fallo o fracaso. Pero aun con este riesgo, construimos el plan hacia aquello que nos realice como personas.
Ciertamente, hay muchos, sobre todo en una época como la nuestra de un culto peligroso y suicida al presente, que asumen que el tiempo no sigue su paso. Y que su situación actual se puede prolongar por tiempo indefinido, incluso por décadas enteras. Y así, sin darse cuenta, luego del inexorable paso del tiempo, se va acercando la vejez sin haber experimentado las posibilidades de crecer, de aprender y de evolucionar que la vida nos dio desde que éramos niños o jóvenes.
Es un drama envejecer sin crecer. Sin advertir las grandes posibilidades que nos ofrece la vida para aprender de ella, a fin de regalarle a los nuevos jóvenes y niños el fruto consciente de nuestra experiencia. Es un drama envejecer sin crecer; llegar a la “fecha de caducidad”, sin haber experimentado el hermoso y poderoso camino que se puede transitar si tememos un proyecto que alumbre nuestra ruta. Por eso, si queremos obsequiarle algo a quien queremos mucho, regalémosle las posibilidades de que construya sus propósitos de vida, aquellos que colmen de regocijo su alma. Pues así, llegará al fin de sus días, y sabrá qué “significan las Ítacas”.
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