Todo aquel que se ha formado para pensar y conocer la realidad en términos teóricos, sabe lo que es enfrentarse a una serie de cuestionamientos frecuentes, que tienen ver con la utilidad y la necesidad de ese ejercicio. Preguntas como, “¿para qué sirve aquello a lo que usted se dedica?”, “¿qué sentido tiene identificar problemas cuando ya la vida nos ofrece suficientes dificultades?”, “¿no le parece inútil aquello a lo que usted le presta tanto esfuerzo, cuando lo que recibe a cambio es casi imperceptible?
Justificados o no, este tipo de interrogantes y otros, los hemos recibido quienes optamos- por alguna razón- a buscar respuestas más allá de las soluciones habituales. Nos complicamos, sí. Pero, en virtud de estas supuestas “complicaciones” se ha logrado conocer parcialmente (porque siempre el conocimiento es limitado) cómo se organizan la “prodigiosa” naturaleza y el complejo mundo humano.
La investigación sobre el funcionamiento del mundo, suele dejar frutos. Algunos son más consistentes que otros y logran resistir el embate de la crítica. Otros, son más frágiles y fácilmente se diluyen tras el cuestionamiento. Pero, en ambos casos, el producto de la investigación reflexiva ha tenido impacto en diversos espacios de la naturaleza y la cultura. Y una vez que descubrimos y ponderamos la magnitud del conocimiento objetivo y metódico, algunas sociedades se percataron que la formación y posesión del conocimiento ofrecía grandes posibilidades de expandir su poder y garantizar su propia soberanía. El conocimiento es poder. Pero también puede ser libertad. Libertad entendida como emancipación de diversos yugos. Y en el contexto de la modernidad, autonomía para decidir cuáles son los medios más adecuados para alcanzar distintas cuotas de bienestar. De ahí que el conocimiento sea condición previa para la decisión y acción.
El impresionante desarrollo de la ciencia tecnológica no deja de sorprendernos por sus beneficios. Pero no menos importantes han sido los logros del pensamiento crítico, convertido en ideas que nos permiten organizar el funcionamiento del espacio humano, las mismas que han tenido enormes repercusiones cuando se han llevado a la práctica desde el poder político y económico. Hay un poder en las ideas que para muchos pasan desapercibidas, porque desconocen reconocer su influjo sobre las sociedades y en qué medida afectan la vida de muchísimas personas.
Países como el nuestro, con frágiles sistemas del conocimiento, aun no logran vincular el saber al poder hacer. Sin embargo, esta situación fue intuida por varios de los autores del canon clásico del pensamiento peruano de inicios del siglo XX, quienes desde sus propias orientaciones percibieron que la relación entre el conocimiento objetivo y las posibilidades de acción, eran casi inexistentes. En varias de sus obras, problematizaron en clave crítica sobre el vínculo entre saber teórico o técnico y el uso del poder, pues consideraron que una parte importante de nuestra situación de subordinación y fragilidad se debía a la incapacidad epistémica e intelectual de la praxis gubernamental. De ahí que dichos pensadores establecieron el “Perú problema” haciendo un enorme esfuerzo teórico, pero quienes debían tomar las decisiones no llegaron a establecer las bases del “Perú como posibilidad”.
Volviendo al principio. ¿Cuál es la causa de esta divergencia? Ocurre que en países como el nuestro lo utilidad del conocimiento objetivo permanece invisible para una enorme mayoría. Se valora la importancia general de la educación en todos sus niveles, pero fundamentalmente en un grado instructivo y operativo. Aun no se entiende que, en los escalones más altos del proceso educativo, se encuentran la formación y divulgación del conocimiento y, sobre todo, el saber problematizador: el saber teórico. Y cuando se trata del saber profundo de la política y de la sociedad, este tipo de conocimiento observa a la distancia los procesos del pasado, logrando establecer las razones invisibles de los eventos. Y, desde esa posición, las ciencias de la sociedad y del ser humano formulan los conceptos que organizarán el futuro inmediato o mediato.
Difícilmente se puede llegar a establecer “la hoja de ruta” de lo que queremos como país si antes no reconocemos quiénes somos, cómo somos, de qué forma hemos sido, cómo nos hemos organizado, qué aspectos del pasado remoto, mediano o cercano nos han constituido, qué aspectos contextuales nos han ido formando; en qué se ha ido acertando y en qué se ha errado. Estas interrogantes y otras siguen siendo fundamentales. Por ello, a fin de entender los complejos y amplios procesos que nos forman y nos formarán como sociedad, es el momento de valorar la utilidad del conocimiento teórico, de las ideas que emergen de él. Pues sin un sistema del saber no hay futuro posible.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM