Interrogarnos críticamente sobre las consecuencias de la IA, no es una afición de catastrofistas. Tampoco de profetas del desastre o de teóricos de la conspiración, que esperan que sus oscuros vaticinios se cumplan. Cuestionar con asidero permite identificar los potenciales riesgos de cualquier proceso. Y, de este modo, evitar escenarios que pueden ser peores.
A finales del siglo XIX y a comienzos de XX, cuando el “paraíso mecánico” – feliz expresión de Robert Hughes– se encontraba en su cenit, los combustibles fósiles eran uno de los pilares energéticos de la segunda revolución industrial. En ese momento, nadie podía prever que un siglo después una parte importante del cambio climático que venimos experimentando, tenía como causa el uso indiscriminado del petróleo y sus derivados. Tal era la fascinación por la modernidad de la máquina, que el poeta Filippo Tommaso Marinetti, fundador del futurismo, exclamaba enfervorizado en el manifiesto de dicho movimiento artístico que, “un automóvil era más bello que la Victoria de Samotracia”. Es decir, un artefacto producto de la evolución tecnológica podría lucir más hermoso que una de las más célebres esculturas del periodo helenístico. Algo así se creía en 1910. La paradoja más triste es que más de un siglo después, nuestras ciudades están atiborradas de automóviles, de tráfico y de polución; y tal ensoñación modernista, se parece más a una pesadilla que a un paraíso.
Es evidente que el crecimiento demográfico, que ocasionó una vertiginosa expansión urbana, nos iba obligar a crear tecnología que facilite el transporte masivo. Si se hubiera alertado sobre los efectos de la utilización masiva de los combustibles fósiles en su en su momento, de pronto, nuestra situación climática no sería tan vulnerable. En ese entonces, al no existir el conocimiento científico suficiente, no se pudo actuar adecuadamente. Y no pudimos desarrollar una tecnología que sustituya rápidamente a los carburantes fósiles. Pero bueno, la historia es la que fue y no la que debió ser.
Sin embargo, hoy en día sí estamos en capacidad de alertar sobre los efectos de determinadas tecnologías sobre nosotros y nuestro entorno. En ese sentido, si no nos interrogamos críticamente sobre las consecuencias del uso indiscriminado de la inteligencia artificial, podríamos estar creando las condiciones para que experimentemos una crisis social y cultural de incalculables proporciones. Por una cuestión que es bastante evidente. La tecnología que sostiene la IAG (Inteligencia artificial generada) – potencialmente- puede recrear una “alter humanidad”, que modifique de raíz el modo cómo hemos asumido nuestra condición humana y aquello que nos distingue como especie: la experiencia de la razón unida a los sentimientos. Esta intersección de pensamiento abstracto con sentimientos es la que nos permite ser parte de un colectivo que se retroalimenta a si mismo desde el ensayo y el error, y que genera la idea de una proyección al futuro ya sea de forma individual o social.
De ahí que es sumamente positivo que nos hagamos la mayor cantidad de preguntas posibles sobre los efectos de este tipo de inteligencia surgida de la evolución científico tecnológica. Quizás muchas de estas interrogantes sean muy ingenuas o alarmistas. Pero es mejor ejercer la duda y la sospecha a aceptar acríticamente esta situación como inexorable o admitir a la IAG con un determinismo que raya con el peor de los fatalismos. Como especie somos curiosos por naturaleza y esa curiosidad nos ha llevado a preguntarnos si algo es conveniente o no para nosotros. Pase lo que pase no podemos renunciar a ser críticos examinadores de los que nos acontece.
Ya es bastante perturbador percatarse de cómo formas menos desarrolladas de IAG nos han ido sustituyendo en varias de nuestras actividades laborales y cotidianas en las últimas dos décadas. Muchas personas están dejando de ejercitar su capacidad de deducir, de hilar ideas y procesos y su predisposición cognitiva hacia la inferencia, confiando más en el artilugio informático. Si dejamos que la IAG reemplace funciones cognitivas necesarias para nuestra sobrevivencia, corremos el riesgo de ir perdiendo nuestros fundamentos racionales. Y deteriorarnos a tal punto que no podamos ejercitar funciones mentales básicas como la memoria, la relación entre eventos y el acto de la comunicación conceptual. Por ello, cuestionemos, pregúntenos; usemos nuestras herramientas críticas para conjurar los riesgos de la IAG. La inteligencia artificial puede ser de gran ayuda para una serie de procesos. Pero debemos evitar que nos dañe irreversiblemente. Y eso nos corresponde a nosotros y a nuestra capacidad crítica.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM