Cuando se estudia la historia de las libertades fundamentales, adquirimos una mayor consciencia de la larga lucha que hay detrás ella y, también, de su fragilidad. De ahí que, frecuentemente, hayan surgido poderes que no toleran la cuestionadora presencia de estas libertades.
Una vez que nos descubrimos libres, difícilmente estamos dispuestos a abandonar la posibilidad de ser libres. Pues nos habituamos a opinar libremente, a creer libremente, a leer libremente, a pensar libremente y a cuestionar libremente. Y, en esa apoteosis del ejercicio de las libertades, asumimos, con naturalidad, la libertad de indagar, de escribir y de crear. Sin estas libertades y, otras, sería imposible concebirnos en la plenitud de la condición humana. Al menos, en la configuración moderna y contemporánea de la misma.
Así, uno de los mayores logros de nuestra civilización, fue construir un conjunto de normas que garantizaran el ejercicio de las libertades, sin que su práctica fuese un delito o un pecado. También, que estemos aprendiendo, poco a poco, a hacer uso responsable de las mismas. Las libertades, descubiertas y conquistadas, son un hecho relativamente reciente de nuestra historia. Y para hacerlas duraderas, debemos cuidarlas de sus extremos. De ahí que la responsabilidad sea la condición sine qua non para el ejercicio libre de las libertades.
La mayoría de las libertades fundamentales están vinculadas, de algún modo, a la práctica educativa en sus distintos niveles. De ahí que sea inconcebible, en nuestra época, prohibir a un alumno o a un profesor, manifestar una opinión, juicio o idea, dentro de los limites lógicos de la responsabilidad personal. Cómo será de esencial el ejercicio de la libertad en el ámbito académico, que a muchos nos parecería muy extraño inhibir a un colega o un discípulo su derecho a manifestar una idea, un pensamiento o una opinión. O, peor aún, que le obliguemos a pensar de un modo, contrario a sus creencias, convicciones o reflexiones, incluso amenazarlo con alguna sanción. Pero esta situación no fue siempre fue así.
Por ejemplo, hasta inicios del siglo XX, en América Latina, la libertad de cátedra no existía en el ámbito universitario. Los contenidos de los cursos y la forma de desarrollarlos, se definían por un grupo externo al claustro académico o por una serie de censores internos. El profesor universitario era un “facilitador” de un canon acrítico y reiterativo, controlado por una estructura de poder pedagógico extraintelectual. De este modo, se inhibía el pensamiento crítico “divergente” y la formación de la especulación teórica. Pero, tras el “grito de Córdoba”, en Argentina, y la reforma universitaria de 1918, esta situación empezó a cambiar en Latinoamérica. En adelante, los profesores universitarios de nuestra región, pudieron experimentar la libertad de cátedra y definir sus propios contenidos de enseñanza y la forma de abordarlos. Gracias a ello, varias ciencias, naturales, simbólicas, humanas y sociales, adquirieron un notable desarrollo.
Es evidente que la libertad intelectual de cátedra y otras libertades propias de la vida académica, pueden tener algunos riesgos si se ejerce sin responsabilidad. Pero ponderando su importancia histórica, resulta ser mucho más positiva su existencia que su carencia. Sin el ejercicio libre de la vida intelectual, las sociedades pierden la posibilidad de ubicar sus errores y, por lo tanto, pueden morir por ausencia de crítica, como bien señalo Isaiah Berlín. Así, la libertad intelectual es uno de los mayores ocultos, provenientes de las libertades fundamentales. Hagamos lo posible porque se mantengan en nuestro mundo contemporáneo.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM