Una mujer finge un embarazo por cerca de un año a fin de engañar hasta los insospechado a su entorno más cercano y, de paso, a un país. Un grupo de jóvenes lleva a cabo una estafa descomunal, timando a miles de personas, a fin de comprarse ropa, zapatos y tomarse unos tragos. En ambos casos, la banalidad es el mal. Veamos por qué.
Habitualmente asociamos al mal a conductas que se vinculan a la crueldad, a la ausencia de compasión y, en caso, extremo a la traición. De ahí que las acciones crueles, inmisericordes y traicioneras, suelen ser sancionadas y juzgadas una vez que las descubrimos por sus efectos perversos sobre grupos, personas y, en general, sobre toda forma de vida. El mal produce en nosotros sentimientos que van desde el miedo al asombro, desde la repulsa a la indignación. De ahí que un signo de “salud moral” es sentirse interpelados por su existencia, hacer lo posible para no actuar de un modo maligno o enmendar con actos concretos el mal que eventualmente hayamos podido causar. Sin embargo, hay otras formas de mal que no suelen ser tan manifiestas como las que hemos señalado. Y tienen que ver con la superficialidad con la que algunas personas asumen la vida.
Incapaces de toda hondura, los individuos de personalidad banal no pueden percibir en su real magnitud las complejidades de la existencia humana y el esfuerzo material y espiritual que hay detrás de cada aspecto noble de la vida. Asimismo, este tipo de sujetos evidencian una total ineptitud para poder asumir las prioridades de la existencia y los retos de la misma. Por ello pueden delinquir por cuestiones triviales o relativizar el mal que producen ya sea apelando a la legitimación psicológica o a la simpatía burlesca.
Por ello no es extraño a los malvados superficiales escucharlos decir que “hicieron daño” a otros porque de niños o de jóvenes fueron marcados por determinadas experiencias dolorosas. De ahí que los demás deberían actuar de “modo comprensivo” y pasar por alto sus tropelías. Asimismo, los sujetos banales, al carecer de una jerarquía de valores, son capaces de robar, traficar, mentir, por razones tan inauditas como “comprar ropa y zapatos de buena marca”, “comer en los mejores lugares” o “organizar fiestas en lugares lujosos”. Es decir, son capaces de hacer gran daño por cuestiones completamente nimias, cuyos efectos placenteros se van a diluir en poco tiempo.
La banalidad es tema moral que ha motivado una abundante reflexión ética tanto en el pensamiento antiguo, en Epicuro, por ejemplo, como en el moderno y contemporáneo (Arendt, Finkielkraut, etc.). Y a pesar de las diferencias de juicios sobre ella en autores y épocas, nos sigue interpelando cuando nos vemos ante su actuar en el mundo. ¿Por qué, dirán algunos? Porque, en el fondo, la superficialidad evidencia una entraña oscuramente perversa: la frialdad distante con la que se comete el mal y asume la vida. En efecto, la persona superficial al no ser capaz de sentir hondamente el sufrimiento o el gozo, no entiende la magnitud del sacrificio o el esfuerzo. Así, el ser banal es incapaz de amar.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM