La palabra precisa utilizada para el momento adecuado. La palabra que se usa para enfatizar una idea. La palabra que nos auxilia cuando nos sobran los sentimientos. La palabra que traduce nuestras emociones. La palabra que ordena nuestras intuiciones. La palabra que nombra el mundo y sus cosas. ¿Cómo la obtenemos?
Desde pequeños, las palabras inundan nuestro mundo mental gracias al diálogo que vamos estableciendo, gradualmente, con los que nos rodean. Primero, con el núcleo familiar; luego, con el espacio que rodea a aquel grupo primordial. Posteriormente, con el barrio, la escuela, la comunidad y la compleja red de medios de todo tipo que circundan los diversos ámbitos de nuestra vida. Las palabras están ahí, dando vueltas. Y gracias a que se integran a nuestra estructura psíquica, podemos dar noticia de nosotros, y ser parte del impresionante y complejo sistema dialógico humano. Nos hacemos desde la palabra y edificamos el mundo desde las palabras.
En el proceso paulatino de la socialización, podemos asimilar un número indefinido de palabras, que varía según los grados de exposición lexical. Si desde pequeños nos habituamos a leer, es evidente que el bagaje de términos será mayor, y que las formas de organizar las palabras, a fin de narrar experiencias de diverso término, serán más amplias. La lectura dilata nuestro vocabulario exponencialmente, y si tenemos la disposición y costumbre de leer textos de distinto uso, las formas de organizar nuestros pensamientos, reflexiones, sentimientos y emociones, serán mucho más ricas. El resultado, es que podremos decir las mismas cosas de diversas maneras, adaptándonos a la multiplicidad de receptores.
Por ello, la experiencia de la lectura será más provechosa si nos habituamos a leer, según la edad e intereses, reflexiones teóricas, descripciones informativas o formas creativas de la palabra. Es decir, si leemos ensayos e investigaciones en humanidades o ciencias, novelas, teatro o poesía, es muy probable que nuestras posibilidades de comunicación asertivas se acrecienten. Pues estaremos habituados a organizar nuestros relatos interiores o exteriores con mayor eficacia y concreción. La lectura de las humanidades, de las ciencias en su más amplia acepción y de literatura, nos ofrece una enorme versatilidad para decir cosas y para escribirlas con mayor soltura. En suma, podemos hacernos entender mejor y comprender al otro de mejor manera.
Asimismo, nuestra mente, rica en conceptos, en nociones y en formas de organización retórica, tendrá los medios para ingresar en serio al poderoso mundo del diálogo entre humanos. La lectura meditada, nos permite interiorizar el sentido exacto de cada término y nos ayuda a superar el caos mental en el que habitualmente podemos caer si carecemos de las palabras precisas.
Quien desprecia la lectura de las humanidades, de las ciencias reflexivas y de la literatura, abandona la posibilidad de entender con profundidad el mundo que le rodea. También, empobrece su mundo mental, desatendiendo considerablemente su crecimiento personal, sobre todo en un mundo que nos exige una gran capacidad de adaptación a escenarios cambiantes y diversos. Quien aborrece la lectura de lo que estamos estimando, puede llegar a desarrollar una estructura mental muy rígida, que le incapacite de ver las sutilezas de la vida humana y su pluralidad. La riqueza que proporciona la palabra forjada desde la lectura meditada de las humanidades, de las ciencias y de las literaturas, ayuda a formar humanos dispuestos al diálogo. Por ello, cuidar a las humanidades, a las ciencias teóricas, a las literaturas, es cuidarnos también a nosotros mismos, de nosotros mismos. Nosotros, humanos, forjados desde la palabra evolucionada en el tiempo.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM