Este 2023 se cumplen noventa años de la llegada de Hitler al poder de Alemania, y la experiencia del nazismo nos sigue pareciendo perturbadora por las fuerzas destructivas de la naturaleza humana que logró desatar. Siempre es importante realizar un ejercicio de memoria crítica sobre su existencia, más aún cuando objetivamente las causas de su presencia en la historia se siguen reproduciendo en otros contextos.
En un breve texto, pero muy poderoso- Un arte despiadado-, el filósofo francés Paul Virilio (1932-2018), trae a la memoria una conversación entre el pintor François Rouan y la filósofa Jacqueline Lichtenstein. En ese diálogo, la pensadora gala llegó a una contundente conclusión una vez que visitó el museo de sitio del campo de exterminio de Auschwitz: los nazis ganaron la segunda guerra mundial, porque impusieron al mundo una forma de percepción de la realidad en donde la destrucción y profanación sin límites eran posibles.
Todavía persiste en nuestros días el debate sobre la genealogía exacta del nazismo. Para algunos, el nazismo fue un producto maduro del capitalismo centroeuropeo, a fin de contener el auge del comunismo al interior del movimiento obrero y estudiantil alemán, en los años veinte y treinta del siglo pasado. Para otros, fue el resultado de la evolución del antiliberalismo germano -socialista o conservador- que se tornó en nacionalismo radical en la medida que el estatismo económico se fue imponiendo como alternativa al libre mercado. Probablemente, ambas posturas contrarias sobre la génesis del nazismo, tengan fundamentos valederos. Y es claro que según nuestras concepciones políticas optaremos por alguna de estas interpretaciones.
Conocer los efectos del nazismo es conocer nuestros límites morales como especie. De ahí la perturbación que ejerce su existencia histórica y, también, nuestro deseo de no vernos reflejados en su espejo aterrador. Pero más allá de esta intensión moral, lo cierto es que hubo millones de personas que se sintieron enormemente atraídas por las ideas nazis, llegando a constituirse en un movimiento socialmente plural que involucraba a obreros, campesinos, estudiantes, profesionales, soldados retirados, sectores de la burguesía empresarial, aristócratas conservadores y, obviamente, intelectuales.
Uno de los libros más interesantes para conocer el papel de los intelectuales nazis es el extraordinario trabajo del historiador francés Christian Ingrao, Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS (Acantilado, 2017). Este estudio, poderosamente sustentando en diversas fuentes y en una exhaustiva elaboración crítica, nos introduce al mundo académico y profesional del nazismo, conformado por una variada constelación de orígenes profesionales y una amplia variedad de orientaciones teóricas. Tras leer varios de los capítulos de este volumen, se llega a la conclusión de que las ideas nazis estaban conformadas por una serie de retazos teóricos sobrepuestos e inconexos, pobremente ensamblados en términos metodológicos; una suerte de “Frankenstein ideológico” en donde las nociones más contrarias podían vincularse entre sí.
Pero lo que más llama la atención, es el modo de cómo una parte importante del mundo académico alemán, durante la década de los veinte y treinta, fue abandonando deliberadamente el ejercicio crítico, cediendo a concepciones irracionales de la cultura y de la narración histórica. Como bien señala Ingrao en su trabajo: “El sistema de creencias interiorizado por los intelectuales de las SS reformula la historia, transformándola en una sucesión de luchas, de enfrentamientos y de combates identitarios marcados todos ellos por el sello de lo étnico. El determinismo racial aporta al intelectual de la SS una representación de la historia atravesada por la inminencia, transfigurada por la providencia, orientada por el finalismo" p. 121. Es decir, como consecuencia del abandono de la historia crítica, científica y reflexiva, emergió una simulación histórico-mitológica de un profundo sentido etnocentrista, que impulsó socialmente a las masas a creer ciegamente que estaban llamados tener un rol superior y exclusivo en la historia europea. Los intelectuales de la SS fueron los que inventaron esa idea de la historia alemana y la difundieron por los canales de propaganda nazi. Los efectos extremos de esta visión racial de la historia, fueron llevado a cabo en Auschwitz.
Tras la lectura de Creer y destruir de Ingrao, nos queda claro que una vez que los intelectuales renuncian al ejercicio examinador, abandonan la búsqueda compleja de la verdad y desconfían de la razón crítica, se pueden transformar en agentes de difusión de la ideas más violentas, desquiciadas y peligrosas. De ahí que resulta fundamental para sobrevivencia de la sociedad democrática, abierta y plural, plantar cara a los intelectuales que aplauden a los totalitarismos.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM