En una dimensión profunda, la finalidad esencial de la universidad es asegurar la continuidad, en el largo tiempo, de una república. Pues las ideas, las prácticas deliberantes y los conocimientos formados en el ámbito universitario, permiten a una república repensarse a sí misma, reconfigurarse críticamente y poseer un porvenir.
Las ideas fundamentales y el saber efectivo que proviene de ellas, se forman en el debate, en el cuestionamiento abierto, democrático, producto de la reflexión estructurada y en diálogo permanente con la realidad. Por ello, si se busca que una sociedad languidezca o perezca, la forma más eficiente de llevar a cabo este terrible propósito, es hacer que la universidad reduzca sus fortalezas críticas y abandone el necesario ejercicio de la deliberación. De modo que, sin deliberación, no hay universidad.
En ese sentido, no es extraño suponer que las sociedades que enfrentan serios problemas de comprensión sobre la magnitud de sus desafíos, hayan abandonado la formación de conocimientos producto del debate teórico y riguroso, surgidos en sus propias circunstancias. Y, en vez de ello, opten por la peligrosa repetición de soluciones surgidas en otros contextos. Este error, acrítico e ingenuo, es frecuente en los sistemas universitarios de los países subdesarrollados, que han renunciado a fortalecer con solvencia sus propios ámbitos académicos.
En efecto, una república que busque continuar en el tiempo y garantice el máximo de bienestar a sus ciudadanos, debe proveerse del mayor número de universidades de óptima calidad, que estén en condiciones de elaborar conocimientos solventes en diversas áreas del saber, brindar una formación profesional de calidad y estar en disposición de servir a su comunidad. Por ello, resulta perturbador que solo dos o tres universidades puedan situarse entre los cien mejores claustros universitarios del subcontinente. En esa situación de precariedad epistémica, ningún país tiene un futuro prometedor.
De ahí que lo lógico es orientar a la universidad y, todo el sistema del conocimiento, al servicio de la república y de sus ciudadanos. Si la universidad se reduce a un negocio rentable o a formar profesionales con ciertas pericias específicas, se obtura peligrosamente el fin de la institución universitario y, en largo plazo, se pone en riesgo la continuidad en el tiempo de la misma república.
Por ello resulta fundamental que cada universidad, sobre todo las que tienen condiciones para el ejercicio deliberativo, descubran la finalidad republicana que late en el interior de ellas. Y, en ese mismo tenor, como sistema universitario, se supere el paradigma “competitivista”, esto es, la lucha descarnada entre universidades por alcanzar alguna cuota poder o de prestigio ensimismado. Y, más bien, se genere una alianza entre las universidades (públicas y particulares) a fin de ponerse al servicio del bien común.
Podrían resultar “utópicas” estas consideraciones tomando en cuenta la situación de emergencia ética de nuestra época. Pero más peligroso resulta seguir ahondando en las grandes brechas que nos separan del resto del mundo y del futuro. No olvidemos que la universidad es el lugar en donde un país se piensa a sí mismo; un pensar que avanza desde la crítica, el debate y la deliberación democrática. En la institución universitaria se juega el partido más importante de una república: su futuro.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM