Un país que se pretende democrático no solo debe aspirar a la modernidad técnica e industrial, debe también conocer su historia. Cuando conocemos la historia, adquirimos la perspectiva necesaria para saber en dónde hay grandeza y dónde hay miseria. Gracias a la historia podemos diferenciar el liderazgo carismático del populismo mentiroso.
A menudo se cita la frase del filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borras, más conocido como George Santayana: “un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Pero lo paradójico, como si de una broma involuntaria se tratara, es que se cita sin nombrar al autor. Resulta paradójico y parte del repertorio del humorismo involuntario porque el ejercicio histórico requiere el uso de la memoria, de nombrar a los personajes históricos y de reflexionar sobre como sus acciones tuvieron repercusiones en el devenir histórico.
La frase, a fuerza de ser repetida, se ha ido desgastando, y de esa manera, se ha clausurado el debate, o las opiniones que se pueden extraer de ella. Parte del debate sería, por ejemplo, preguntas como estas: ¿es el mejor camino el que hemos elegido tomar, en el rubro de la educación, al darle más importancia a las competencias tecnológicas que al conocimiento humanístico? ¿El espacio que ocupa la formación en competencias prácticas debe hacerse en detrimento del conocimiento histórico, filosófico y literario?
Precisamente, un punto de intersección, entre la historia y la filosofía, por lo menos a juicio de Jean Laplanche, es el psicoanálisis. Se profundiza tanto en la historia de un sujeto, como en la historia de una nación, para evitar cometer los mismos errores. No es forzada esta unión, si pensamos, por ejemplo, en el título de un libro de Luis Alberto Sánchez: El Perú: retrato de un país adolescente, que, a través de la metáfora, concibe al país como un sujeto que está en la etapa más problemática de su desarrollo vital.
En psicoanálisis, el concepto de repetición es fundamental. Se asocia a lo que tenemos que curar, evitar caer en nuestro vicio; goce, en términos psicoanalíticos. Ese mismo y fatídico vicio que cambia solo de forma, pero no de fondo; la misma piedra con la que tropezamos siempre. Esa manera tan fatal de gozar en la que caemos y volvemos a caer como si de un destino se tratase; una repetición tan dolorosa y mortal como el castigo impuesto por Zeus a Prometeo. Por eso se profundiza en la historia personal, se va hasta la raíz, hasta la niñez, para ver cómo hemos devenido en quienes somos, con nuestros aciertos y con nuestros defectos. No es diferente en el caso de una nación.
Esa es la razón por la que un país que se pretende democrático no solo debe aspirar a la modernidad técnica e industrial, debe también conocer su historia. Esa es la razón por la que este último cinco de abril nos resultó tan alarmante. El decreto de inmovilidad social, nos retrotrajo a otro cinco de abril, al de mil novecientos noventa y dos.
Cuando conocemos la historia, adquirimos la perspectiva necesaria para saber en dónde hay grandeza y dónde hay miseria. Gracias a la historia podemos diferenciar el liderazgo carismático del populismo mentiroso. Con el conocimiento histórico podemos citar correctamente los logros de los gobiernos y no propaganda de algún régimen autoritario. La historia, retomando y parafraseando la frase de Santayana, nos libra de la condena de repetirnos, de descubrirnos reiterativos en nuestros errores.
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Sobre el autor:
Soledad Escalante
Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya