“Entretanto el mundo occidental se desconcierta, se asusta. Al igual que una gran parte de la sociedad afgana, que no soporta tradiciones tan congeladas”.
De pronto, como para confirmar que nunca llegó “El fin de la historia” pronosticado por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética, en los últimos días parecemos haber retornado a la segunda mitad del año 2001. Cuando ya había ocurrido el monstruoso atentado del 11 de septiembre y los talibanes estaban en la mira.
También cuando George W. Bush había desatado una suerte de cruzada militar en defensa de Occidente, movido por la desolación que le produjo el derrumbe de las Torres Gemelas y el ataque al Pentágono. Pero a la vez por un deseo de reinventar Oriente Medio y el Asia Central, a fin de crear una ruta favorable para el ‘destino manifiesto’ de EE. UU.
¿Cómo es que 20 años después estamos casi en el mismo punto de partida, aunque con algunos actores distintos en los distintos frentes? Hay algo que, en medio del torrente de interpretaciones sobre lo que ocurre en Afganistán, no debería ignorarse: este nuevo nudo geopolítico, tan peligroso, no es únicamente militar y político sino, sobre todo, cultural.
Para entender el drama afgano no basta con fijarse en el fusil de un miliciano talibán. También cuenta observar su barba, su turbante, su verbo que desliza lo de siempre, a pesar de sus promesas (“las mujeres tendrán derechos, pero de acuerdo a la ley islámica”). Su intento de cambiar la bandera del país incluso, que ya ha provocado duros enfrentamientos.
Una pregunta que hay que hacerse es por qué, cuando parece que el mundo se calma un poco, aparece una grieta de este tipo. De dónde sale ese clamor que dice algo así como “nosotros sentimos la vida de manera distinta” o “no queremos que se nos imponga nada”. Especialmente en sociedades donde la tradición aún es más importante que una Coca-Cola.
En términos benignos, eso implicaría simplemente defender la soberanía, algo que cualquier Estado hace. Solo que si la impronta de los países más poderosos consiste en sacar las armas y además las piezas de ajedrez para reordenar un tablero regional, la política puede convertirse en acto masivo de resentimiento y la retaliación en un estilo de gobierno.
En su libro Geopolítica de las emociones, el profesor Dominique Moisi, fundador del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI), da una pista en este laberinto. “Psicológica y emocionalmente –dice– lo que domina al mundo musulmán es una sensación de humillación política y cultural, y una exigencia exacerbada de dignidad”.
Tal sensación se alimentó en varios capítulos turbulentos: la caída del Imperio Otomano, las guerras árabes-israelíes, la guerra del Golfo, la invasión de Irak, el ataque contra Afganistán en el 2001… En el alma de los talibanes y de quienes los siguen (ojo, no son tan pocos), tal vez flota la añoranza indignada por la otrora grandeza del islam.
No es casual, por eso, que ahora se pretenda cambiar el nombre del país por ‘Emirato Islámico de Afganistán’ (una reivindicación del pasado, como el Califato de ISIS). Qatar y los EUA son emiratos ya existentes, y reconocen a los talibanes como actores; el problema es que este viene con un formato que ya ha demostrado ser de una violencia inenarrable.
Entretanto el mundo occidental se desconcierta, se asusta. Al igual que una gran parte de la sociedad afgana, que no soporta tradiciones tan congeladas. Especialmente las mujeres, que serán las mayores víctimas de este nuevo y tormentoso “choque de emociones” (Moisi dixit), el cual apunta a tener severas consecuencias para la estabilidad global.
“Tiempo vendrá en que Occidente ha de regocijarse de haberse convencido que tiene una casa en Oriente, donde encontrará alimento y reposo”, escribió en 1921 el poeta indio Rabindranath Tagore. Ese tiempo estará muy lejos si, como hoy, la principal manera que tenemos de relacionarnos son las armas, la imposición, el recelo y la furia.
Artículo publicado en La República el 20/08/2021
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya