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21 febrero, 2023

[Artículo Ideele] Ricardo L. Falla: ¿Un momento constituyente? Reflexiones desde la deliberación ético política

1. Una polarización abiertamente antidemocrática

La nuestra es una sociedad cuyos ciudadanos profesan un creciente escepticismo frente al valor de la democracia liberal. Es decir, habitamos una democracia formalmente constituida, pero a menudo carecemos de un grupo amplio de ciudadanos organizados que la promueva y la defienda desde el sistema político y la sociedad civil. Nuestros partidos políticos son débiles alianzas electorales sin un compromiso genuino con un régimen libre. Sin demócratas, sin sujetos que asuman conscientemente los principios y las prácticas de la democracia liberal, no estaremos en condiciones de asegurar los fines fundamentales de una genuina República: garantizar el ejercicio de los derechos básicos y de las responsabilidades fundamentales, permitir desde el marco de convivencia común las diversas formas de vida humana y propiciar las condiciones generales para el logro equitativo de bienestar material.

Es sabido que la ciudadanía democrática surge bajo determinadas condiciones sociales y culturales, en las que un conjunto de principios políticos -desde los cuales se organiza el ejercicio de las libertades-, son asumidos por los agentes, haciéndolos suyos y evidenciándolos en sus actividades en diversos ámbitos vitales. Los hábitos democráticos parten del hecho de reconocer la pluralidad de valores que animan la vida de las personas y los grupos a los que pertenecen, dando cabida a las diversas formas de representación de lo político, de lo cultural y de lo social, de modo que permita a los individuos explorar los mejores y más eficientes medios para que cada quien se provea de lo necesario para la vida. Un Estado sólido brinda el marco legal e institucional que favorece las condiciones para el desarrollo de los planes vitales de cada ciudadano.

La diversidad de visiones del mundo que los distintos grupos sociales profesan puede producir conflictos de carácter político y cultural. Esos conflictos, aun cuando puedan ser enconados, son resueltos apelando al marco común de convivencia democrática, así como a los criterios fundamentales que este precisa. Aquel horizonte constitucional, que le da sentido de orientación a una comunidad política, representa a las diversas colectividades bajo la búsqueda de un propósito común: garantizar la continuidad en el tiempo de esa comunidad política y permitir que se desarrollen las condiciones para la realización de cada persona en el espacio social. De ahí que el acto constitucional sea probablemente uno de los hechos y logros más profundos de la condición política del ser humano, pues evidencia nuestra capacidad de crear una abstracción ético-jurídica que sirva de fundamento normativo que subyazca a todas las relaciones posibles al interior de una sociedad moderna.

Ese acto constitucional requiere una serie de elementos histórico-sociales que precisa de ciertos condicionamientos básicos para su configuración. Es evidente que una sociedad atravesada por una escalada de violencia fratricida, producto de una polarización extrema, no puede suministrarse los criterios críticos y reflexivos que necesita un debate constitucional. Pues al estar sometida a la presión extrema de determinados grupos sociales y de ciertos grupos de poder, se corre el riesgo – como ha ocurrido en otros momentos de la historia- de que el acto constitucional no pueda convocar la convergencia de fines políticos que está llamado a garantizar. Se hace necesario recordar algunas cuestiones generales, consideraciones de principio que dan razón de la aparición de tendencias políticas democráticas o antidemocráticas al interior de la sociedad. Debemos examinar cómo estas tendencias afectan el acto constitucional del que estamos hablando.

2. Democracia y tradición autoritaria

La polarización evidencia las tensiones que afronta la sociedad en términos de identidad y, al mismo tiempo, evoca los opuestos ideológicos que colisionan en su interior. Sabemos que, a lo largo de la historia política de los siglos XX y XXI, las organizaciones democráticas y las fuerzas antidemocráticas han estado en permanente conflicto, llegando a coexistir en casi todos los ecosistemas políticos. En sociedades que han conseguido una mayor estabilidad política y bienestar social, que han logrado un crecimiento económico sostenible y que poseen espacios seguros para la deliberación pública, las tendencias democráticas logran sobreponerse a las simpatías autoritarias. En dichas sociedades, los conceptos políticos fundamentales, que sostienen a las diferentes identidades ideológicas, suelen tener una significación similar porque se ha alcanzado un cierto consenso político sobre su sentido. Es decir, los agentes políticos más orgánicos están en la disposición de reconocer una carga semántica común en conceptos fundamentales como “libertad”, “ley”, “justicia”, “derecho”, “responsabilidad”, “Estado”, “mercado” y “bienestar”. De este modo, es posible organizar el entramado político a fin de garantizar la continuidad y la mejoría del sistema democrático, aun con las limitaciones del caso.

En cambio, las tendencias autoritarias suelen desarrollarse en sociedades que ostentan grandes desigualdades sociales, debido a una distribución desigual de la riqueza, y porque el sistema económico no ha sido lo suficientemente inclusivo como para garantizar una movilidad social ascendente. Asimismo, las estructuras de participación ciudadana son deficitarias o caducas y el control efectivo del poder político es casi inexistente. Esta tendencia antidemocrática puede hacerse hegemónica en la medida en que las crisis llegan a comprometer todos los sistemas (político, económico, moral, cultural, intelectual, etc.), ocasionando el colapso del sentido común social, y alentando el crecimiento desatado de los identitarismos radicales de diverso cuño.  Pues en la medida que se afirman radicalmente identidades que rompen con la idea de una entidad política común, se van liquidando las posibilidades de una semántica política fundamental.

En el registro histórico de la mayoría de los procesos antidemocráticos, se ha acusado a los principios y prácticas liberales de ser la causa de las desventuras de las mayorías, de la debilidad espiritual de las naciones y del relajamiento de las costumbres. De ahí que los extremismos de derechas y de izquierdas hayan sido profundamente antiliberales y hayan puesto énfasis en identidades pre-políticas, ya sea de carácter cultural o de clase. No es extraño que, en el clímax de los colapsos integrales, las apuestas ideológicas más radicales suscriban discursos y sigan prácticas violentas o apelen al uso de la intimidación como un medio para lograr el orden a toda costa o para acelerar la insurgencia. Estos grupos –situados a ambos lados del espectro ideológico- repudian la democracia liberal, la juzgan como débil e inservible, o la acusan de estar al servicio de algún grupo de poder. Así, la afirmación tribal a una identidad ideológica tiende a desestimar los usos racionales consensuados, socava la elaboración crítica y la interpelación cuestionadora. La irracionalidad y las emociones más primarias ocultan o eluden los desafíos objetivos de una sociedad, en medio de un creciente desconcierto y de la banalización de las ideas ¿Es posible invocar un acto constitucional en una situación de polarización y violencia como la que vivimos? ¿cuál sería el momento oportuno como para llevar a cabo el acto constitucional?

Aquel era un momento en el que las distintas fuerzas políticas y una notable mayoría de ciudadanos estábamos de acuerdo en reconstruir nuestro Estado de derecho y combatir, con las herramientas que brinda la ley, toda pretensión de concentración del poder

3. Reforma constitucional y percepción del tiempo propicio

Resulta claro que, por una cuestión de principio, una democracia no puede desestimar a priori ninguna consulta o tema de discusión que sea importante para un sector de la ciudadanía.  Necesitamos recuperar todas las formas de deliberación y cuestionamiento que puedan plantearse desde las valoraciones, las expectativas y los intereses de los peruanos que conciernen a la comprensión y a la persecución del bien común. Por supuesto, corresponde a los especialistas en derecho constitucional aclarar si la carta magna contempla la figura de un referendo plebiscitario o si el texto permite o no una convocatoria a una asamblea constituyente.

Hemos señalado que en una democracia liberal la opinión pública no debe rehuir cualquier debate que sea significativo para un grupo considerable de ciudadanos. Sin embargo, un debate público serio requiere un mínimo de precisión en el desarrollo de sus términos ¿Estamos informados sobre qué implica convocar una asamblea constituyente? ¿Cuál sería la estructura de esta asamblea? En la experiencia de 1978 y de 1992, los redactores del documento pertenecían a las principales organizaciones políticas –salvo algunos partidos que se negaron a participar-, pero hoy los más entusiastas con la iniciativa proponen una suerte de “asamblea corporativa” que llevaría al foro de discusión a los supuestos “representantes” de las “fuerzas vivas del Perú”. Se trata de un planteamiento que ha suscitado una serie de dudas y cuestionamientos tanto en el nivel de las estrategias como en el de los procedimientos y el de los principios, dada la noción de democracia que intenta poner en juego.

Cabe preguntarse si, en esta ocasión, el tema de la asamblea constituyente es materia de consignas y proclamas, y no de un debate en sentido estricto. En efecto, los partidarios de esta medida no han señalado aun qué artículos de la Constitución quieren cambiar; tampoco han exhibido las razones para dicho cambio ni han discutido la naturaleza de los nuevos artículos que ocuparían su lugar. Se ha sugerido el cambio del capítulo económico pero los objetores de este capítulo no han sido capaces de describir un modelo económico alternativo a la economía social de mercado. Podría decirse que la discusión ni siquiera se ha iniciado. De hecho, no se ha formulado ni examinado la cuestión fundamental: ¿Queremos que se redacte una nueva constitución o sería mejor emprender el camino de una reforma constitucional? ¿Pretendemos someter la constitución de 1993 a un referendo?

Así como un sector de la ciudadanía no tiene reparo alguno en cambiar la carta magna, otro sector importante de la opinión pública rechaza absolutamente la iniciativa. Muchos ciudadanos tenemos grabado el recuerdo de cómo desde el régimen autoritario de Alberto Fujimori se propuso, como una de las novedades del texto constitucional, la reelección presidencial inmediata. Lo imitaron aceleradamente los exponentes del llamado “socialismo del siglo XXI”, así como los promotores de los neopopulismos regionales, que luego intentaron corregir el documento para lograr perpetuarse en el poder. El proyecto de una nueva Constitución está desde entonces asociado con debilitar o suprimir el principio de la alternancia en el poder. En diversos lugares de América Latina, esta medida ha contribuido a debilitar las bases mismas de la democracia.

Pero no hemos respondido a nuestra pregunta original ¿Es este un momento constituyente? Creemos que actualmente no existen las condiciones mínimas para cimentar una circunstancia constitucional de esa naturaleza. No existe un amplio consenso ciudadano acerca de la necesidad de un cambio constitucional. De hecho, tenemos que enfrentar asuntos mucho más urgentes. Las autoridades políticas y los ciudadanos deberíamos estar concentrados en buscar la forma de establecer un verdadero diálogo con los peruanos que protestan legítimamente en las calles de forma que se ponga fin a la violencia que enluta nuestra nación. Deberíamos arribar a acuerdos sobre un adelanto de elecciones generales y conformar una comisión independiente que investigue las muertes de más de sesenta compatriotas durante las marchas. En un clima de polarización y enfrentamiento entre compatriotas no resulta aconsejable modificar de raíz las bases de nuestro ordenamiento jurídico.

La capacidad de interpretar con perspicacia y sentido de justicia un determinado momento de la vida, tanto personal como social, constituye una rara virtud, la prudencia o sabiduría práctica. No se trata solo de sopesar una situación específica para percibir lo que es conveniente, sino lograr descifrar qué acciones son compatibles con el bien común. Como hemos dicho, se trata de una virtud extraña, así como escasa. La mayoría de nuestros políticos no la poseen en absoluto; este es momento de indagar si los ciudadanos contamos con ella y podemos ponerla en ejercicio. En el caso que estamos examinando, es evidente que se han hecho las cosas al revés. No se ha debatido la necesidad de una nueva Constitución política, o la pertinencia de una reforma constitucional. Tanto quienes promueven una asamblea constituyente como quienes la rechazan se dedicaron a recoger firmas y no a ofrecer buenos argumentos que someter a escrutinio público. Han puesto la carreta delante de los bueyes. Esta actitud revela que ninguno de estos bandos está realmente dispuesto a examinar argumentos sobre el tema; se guía solamente por intereses particulares –nos cuesta llamarlos “políticos”- para acomodarse bien en distintos escenarios de lucha por el poder.

Quizá sea oportuno establecer un contraste entre la hora presente y el 2000, cuando caía el régimen de Fujimori y los peruanos recuperábamos la democracia. Valentín Paniagua –un antiguo político y un respetado profesor universitario- se convirtió en el presidente de transición. Aquel era un momento en el que las distintas fuerzas políticas y una notable mayoría de ciudadanos estábamos de acuerdo en reconstruir nuestro Estado de derecho y combatir, con las herramientas que brinda la ley, toda pretensión de concentración del poder. En aquel marco transicional algunos políticos e intelectuales pusieron sobre la mesa el tema de la reforma política; algunos abogaron por el retorno a la Constitución de 1979 e incluso otros propusieron la redacción de una nueva carta constitucional. Ese era un momento más propicio para esa clase de decisiones que el que ahora vivimos. Se hicieron algunas enmiendas al texto y se retiró la firma del dictador. El propio Paniagua y Henry Pease participaron en un debate de largo alcance sobre la naturaleza de la reforma política. Existía entonces un clima democrático, en el que el grueso de la ciudadanía estaba de acuerdo en defender los valores públicos, las instituciones y los procedimientos que sostienen la democracia liberal. No parece ser el caso del momento actual.

Hoy en día algunos políticos de oficio plantean –sin propiciar debate alguno- la iniciativa de redactar una nueva carta magna. No lo hacen desde una lectura histórica rigurosa, ni desde la exposición de argumentos claros que se puedan examinar en la esfera pública. No apelan a los recursos de la razón y la evidencia. Es necesario considerar los peligros que entraña proponer un nuevo texto en lugar de realizar reformas sustanciales en el documento. La idea misma de empezar con un papel en blanco, desde cero, entraña serios riesgos para la cultura de derechos.  No se ha discutido lo suficiente cuánto podríamos retroceder en materia de derechos fundamentales, democracia y una economía libre. Como hemos podido constatar a partir de numerosos “debates” parlamentarios en materia de salud y educación (así como en no pocos sondeos de opinión), existe en el Perú actual una suerte de sentido común de corte conservador, que hoy hermana a la ultraderecha y a la izquierda más radical, sobre todo en temas de identidad cultural y sexual, el cuidado del medioambiente, el logro de calidad educativa y de seguridad en las ciudades del país. Los ciudadanos debemos tomar en cuenta que existe la posibilidad de que los derechos básicos de las personas pudieran verse recortados en el escenario hipotético de la elaboración de una nueva Constitución. Los grupos más vulnerables –las mujeres, las comunidades originarias, la comunidad LGTBIQ+- podría ver lesionadas sus legítimas aspiraciones al trato igualitario y a una vida libre y plena.

Otra alternativa es la reforma constitucional. La ventaja de esta ruta es que los ciudadanos podremos discutir algunos artículos de la Constitución, así como preservar otros, en particular aquellos que consagran derechos y libertades sustanciales. Los agentes políticos podemos convertirnos en potenciales coautores de la ley, si es que planteamos esta clase de iniciativas desde la sociedad civil o a través de nuestros representantes en el sistema político. La vía de la reforma constitucional permite que la vida pública siga su curso habitual, sin padecer ese relativo “estado de suspensión” que caracteriza al periodo de tiempo entre la inicial y aparentemente inevitable “puesta en entredicho” del orden legal y su sustitución por el nuevo texto constitucional.  Se trata de una suspensión relativa que suele poner en vilo a los agentes políticos y económicos, tanto locales como internacionales. Como se sabe, los países con las democracias liberales más sólidas suelen tener las constituciones más longevas.  En un contexto tan inestable y conflictivo como el presente, el precario y limitado debate público parece llevarnos de modo incipiente aun hacia el dilema reforma constitucional / nueva Constitución. Es razonable que profundicemos en el examen de este dilema para tomar una decisión que goce de un firme consenso público. No obstante, afrontar dicho proceso tomará tiempo. Lo que parece claro es que el escenario actual no presenta las condiciones básicas de un momento constituyente.

Artículo Publicado en Revista Ideele N° 308

Sobre el autor:

Ricardo L. Falla Carrillo

Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM

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